La paradoja de los sospechosos de siempre: ¿Por qué no todos somos igual de vulnerables al COVID-19?

La paradoja de los sospechosos de siempre: ¿Por qué no todos somos igual de vulnerables al COVID-19?

La paradoja de los sospechosos de siempre: ¿Por qué no todos somos igual de vulnerables al COVID-19?
Author: jfmartinez Fecha:Octubre 20, 2020 // Etiquetas: COVID-19, Ciencia, Covid19

por Richard Tamayo Nieto

El Confinamiento que muchos países han vivido por cuenta de la pandemia del COVID-19 y las trágicas experiencias de Italia y España podrían hacernos creer que el virus nos afecta a todos por igual y que solo los ancianos o las personas con enfermedades de base resultan ‘naturalmente’ más vulnerables a él. Pero la pandemia ha demostrado que la vulnerabilidad nunca se reparte de manera homogénea.

 

No todas las personas estamos expuestas en la misma medida ni con la misma intensidad a variables que puedan poner en riesgo la existencia, viabilidad y consistencia de nuestra vida biológica, comunitaria, familiar y psíquica. Ante una enfermedad, por ejemplo, la vulnerabilidad no depende solamente de la fortaleza de nuestro sistema inmunológico, sino de un conjunto muy amplio y diverso de variables que hacen que unos cuerpos resulten más frágiles que otros.

 

Los rankings de contagios y muertes por  COVID-19 pueden inducirnos a conclusiones erradas. Para la primera semana de octubre de 2020, países como Andorra, España, Brasil y Bolivia presentaban un número de muertes por millón de habitantes similar (686-692), pero no por ello podemos inferir que la pandemia los ha afectado de la misma manera ni que sus esfuerzos han tenido el mismo efecto. 

 

Lo que ha develado esta pandemia es más bien lo contrario: las profundas diferencias con que los cuerpos experimentan la enfermedad en un mundo en el que hay una geopolítica étnica, racial, de clase y de género que distribuye de manera diferencial la vulnerabilidad y determina qué cuerpos están más expuestos a la muerte que otros. Y no me refiero solamente a cuestiones de saneamiento básico o de acceso a los servicios médicos, sino a las condiciones materiales de existencia misma de las personas y que exponen de manera desproporcionada a la enfermedad a ciertos cuerpos.

 

En las cifras que leemos a diario sobre los muertos por COVID-19 nos hemos acostumbrado a recibir una mínima información sobre los fallecidos, pero incluso con tales falencias los datos resultan muy significativos. Por ejemplo, gran parte de los muertos presentan patologías subyacentes como hipertensión, diabetes y obesidad que, para cualquier persona, resultan tristes coincidencias naturales pues, a fin de cuentas, si ya estás enfermo el coronavirus solo va a empeorar lo que ya tienes. No obstante, estudios epidemiológicos han demostrado que en las poblaciones negras de Estados Unidos hay una mayor prevalencia de hipertensión (57%), diabetes (18%) y obesidad (50%). Es decir que —para el contexto estadunidense— es más probable que las personas que reportan como muertas con patologías de base, no sean solamente individuos ya enfermos, sino afroamericanos. De hecho, de acuerdo con un artículo de The Guardian, para el mes de mayo de este año la población negra moría a una tasa hasta tres veces mayor que la blanca por cuenta de la pandemia.

 

¿Qué hace a la población negra más vulnerable al COVID-19? Muchos estarían tentados a pensar —y otros lo afirman sin sonrojarse— que habría de por medio cuestiones genéticas y comportamentales. Los negros estarían diseñados naturalmente para ser más proclives a la enfermedad y su frenesí los haría incapaces de la disciplina necesaria para soportar la cuarentena. Pero lo cierto es que el racismo estructural de la sociedad estadounidense ha organizado los cuerpos de tal manera que las vidas negras resultan objetivamente más expuestas a la muerte que cualquier otra. 

 

Este es el contexto de fondo tras las protestas actuales del movimiento Black Lives Matter. El asesinato de George Floyd es apenas una gota que rebosa el vaso. La Policía actúa de manera desproporcionada con la población negra, del mismo modo en que lo hace el sistema sanitario, el educativo, el laboral y el de justicia. Y la suma de desproporciones hace que los negros estén más expuestos a la pandemia y a cualquier otra forma de muerte. Así que los manifestantes negros no están en la calle ‘violando las restricciones sanitarias’ o ‘a pesar’ del COVID-19, sino porque desde que nacieron sus vidas ya estaban precarizadas de manera tal que para muchos de ellos no hay alternativa distinta a morir por la represión policial o por el COVID-19.

 

Sin necesidad de ir más lejos, en Bogotá, los estratos 1 y 2 han sufrido la pandemia en un nivel de desproporción dramático respecto al número de habitantes de la ciudad que pertenecen a hogares de estos estratos. Si bien el porcentaje de hogares estrato 1 en la capital es del 9,6 %, el número de fallecidos por COVID-19 en este estrato alcanza el 16,4 % del total de fallecidos en la ciudad con corte al 3 de octubre de 2020. En el estrato 2, que representa el 41,3 % de los hogares, los fallecidos alcanzan el 45,3 %. En contraposición, mientras el 2,2 % de los hogares de Bogotá es estrato 6, solo el 0,8 % de los fallecidos vivían en hogares de este estrato.

 

 

 

De acuerdo con un análisis realizado por el Grupo de Investigación en Macroeconomía de la Facultad de Economía Universidad de los Andes, para el 27 de julio de 2020 la incidencia del COVID-19 en la capital mostraba un patrón preocupante asociado al estrato socio-económico: “para alguien que vive en estrato uno resulta 10 veces más probable ser hospitalizado o fallecer por el virus y seis veces más probable ir a parar a la UCI, comparado con una persona de estrato seis”.

 

Podría pensarse que esto se debe a que los pacientes que naturalmente tienen más riesgo, como los mayores de 65 años, habitan en estos estratos. Pero de hecho, en Bogotá ocurre exactamente lo contrario, pues la presencia de mayores de 65 años en los estratos 4, 5 y 6 duplica su presencia en hogares de estrato 1. Así que la vulnerabilidad no tiene un carácter solo asociado a la edad, como ya nos resulta claro desde hace varios meses, sino que en nuestro país se acrecienta de manera calamitosa por las diferencias socio-económicas.  

 

Desde luego, siempre es más fácil culpar a los habitantes más pobres por su “mala conducta” e “indisciplina” que tomarse el tiempo de analizar todas las variables materiales que se conjugan para que ciertos segmentos poblacionales sean más vulnerables a enfermedades contagiosas, pero lo cierto es que la misma pobreza expone diferencialmente al contagio.

 

Del mismo modo que ocurre con ciertos análisis sobre inseguridad y violencia, hay unos sospechosos de siempre sobre los que recaen los señalamientos, las responsabilidades y la represión: los negros, los indígenas, los pobres, los migrantes venezolanos, la comunidad trans… Hoy, son ellos quienes están más expuestos a enfermar y a morir por COVID-19. Y lo están, por la sencilla razón de ser quienes son. Su vulnerabilidad es resultado de haberse construido en un entorno que los obliga a lanzarse a las calles para vivir, mientras las políticas sanitarias y policiales les exigen el confinamiento. Y, paradójicamente, en el momento en que enferman y mueren, son utilizados por algunos sectores de la sociedad como evidencia ‘objetiva’ de que ELLOS son el problema a eliminar y no las condiciones sociales que los llevaron a sufrir su marginación y precarización. 

 

La labor de disciplinas científicas como la Epidemiología y la Antropología Médica —en la intersección de saberes médicos, matemáticos, estadísticos, sociológicos, antropológicos y psicológicos— es justamente ayudarnos a entender cómo factores de diversa naturaleza concurren para determinar el comportamiento de una enfermedad en una población.

 

Ya deberíamos tener claro a estas alturas que las enfermedades se transforman, mutan, catalizan, aceleran, ralentizan, nacen y desaparecen, gracias a fuerzas sociales, decisiones políticas y conductas morales. Y por esto, la tarea de los gobiernos nacionales y locales en esta crisis mundial es realmente una cuestión de vida o muerte, sin metáforas. No se trata de cuestiones ideológicas ni del tonto juego de izquierda y derecha —que jamás ha sido explicativo del problema del poder— sino de qué tan capaz es un gobernante de tomar decisiones para el bien común o qué tan proclive es a dejarse llevar por sus sesgos, porque sus decisiones políticas realmente dan forma a nuestra vida y, sobre todo, pueden exponer a millones a la muerte. 

 

Referencias

Devakumar, D. et. al. (2020)Racism and discrimination in COVID-19 responses, The Lancet.

Grupo de Investigación en Macroeconomía (agosto 11 de 2020), “El patrón socioeconómico del COVID. El caso de Bogotá” en: Nota Macroeconómica No.23, Universidad de los Andes, Bogotá D.C.

Observatorio de Salud de Bogotá (octubre 3 de 2020), Saludata, Bogotá D.C.

Poteat, T. et. al. (2020),Understanding COVID-19 Risks and Vulnerabilities among Black Communities in America: The Lethal Force of Syndemics, en Ann Epidemiol.

Shaban Rafi, M. (2020), Language of COVID-19: Discourse of Fear and Sinophobia, University of Management and Technology, Lahore-Pakistan.

Timotijevic, J (2020),  Society's ‘New Normal’? The Role of Discourse in Surveillance and Silencing of Dissent During and Post COVID-19.

 

Richard acaba de terminar su Doctorado en Derecho en la Universidad del Rosario y es magíster en Filosofía de la Universidad Javeriana. Como investigador se ha concentrado en el análisis de los discursos biomédicos y jurídicos sobre la sexualidad. Vive de ser asesor en comunicaciones de instituciones públicas y organizaciones privadas.


Las ilustraciones las hizo para Todo es Ciencia  X-Tian

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