Por Martín Franco Vélez
Desde mediados del siglo XX, cuando se planteó definitivamente la teoría del Big Bang, la comunidad científica suele aceptar como cierta la hipótesis de que el universo se creó a partir de una gran explosión. Y aunque fue planteada y retomada durante años por científicos como George Gamow, Edwin Hubble y el propio Albert Einstein, pocos saben que uno de sus primeros precursores fue —además de un respetado doctor en física y matemáticas— un sacerdote belga: Georges Lemaitre.
Nacido en Charleroi en 1849, Lemaitre terminó su doctorado en Ciencias en 1920 y de inmediato ingresó en el seminario de Malinas, desarrollando una profunda vocación religiosa que jamás obstaculizó su trabajo como investigador científico. En 1933, Lemaitre presentó en su obra Discusión sobre la evolución del Universo, un modelo en el que sostenía que “todo el universo procedía de “el átomo primitivo”, una forma inicial de densidad insospechada, de forma esférica y con un tamaño treinta veces superior al del Sol, en la que estaba contenida toda la materia que después formó parte del universo tal y como hoy lo conocemos”.
Fue entonces cuando su teoría le permitió contradecir al mismísimo Albert Einstein.
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Si echamos una mirada al pasado, la ciencia es, según el historiador y escritor Juan Esteban Constaín, un resultado del pensamiento moderno. “Y la modernidad implica la secularización del mundo: la ruptura de un orden político y cultural confesional y católico, que por cuenta de las guerras de religión de los siglos XVI y XVII se vuelve un mundo racional, escéptico, descreído. Eso porque el control de las ideas que ejercía la Iglesia se perdió, entonces nuevas creencias se abrieron paso”, dice.
El sacerdote jesuita Vicente Durán Casas —filósofo, teólogo, doctor en Filosofía de la Universidad Hochschule (Alemania) y profesor titular de la Universidad Javeriana—, está de acuerdo en que la división entre ciencia y religión es relativamente moderna. “En la antigüedad no era dicotomía sino consciencia de la diferencia: no es lo mismo ser poeta que filósofo —explica—. Fue en la Ilustración del siglo XVIII donde esta distinción se convirtió en separación y oposición. Se percibió el desarrollo científico general como superación de la religión, y esta comenzó, para algunos, a sobrar. Hoy en día muy pocos científicos y teólogos mantienen esa separación y la mayoría, excepto los fundamentalistas, creen que esa relación es de distinción y complementación pero no de exclusión u oposición”.
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En su Discusión sobre la evolución del universo Lemaitre contradijo a Einstein, quien planteaba un cosmos estático de masa constante. Para el sacerdote belga, en cambio, el radio del universo tenía que crecer para que resultara estable (es decir, que estaba en constante expansión).
Einstein admiraba y envidiaba a Lemaitre con igual intensidad. Aunque reconoció que su teoría era cierta, guardó siempre un cierto recelo frente a sus postulados (“sus cálculos son correctos —exclamó al conocer la teoría—, pero el modelo físico es atroz”). Aun así, se dice que un día de 1932 Einstein asistió a una conferencia suya; al final, abrumado, no tuvo más remedio que ponerse de pie y exclamar: “Es la más bella y satisfactoria explicación de la creación que haya oído nunca”.
Lemaitre fue, pues, una de las tantas pruebas de que ciencia y religión pueden ir de la mano.
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Y es que, aunque existan puntos en los que inevitablemente se cruzan, suele creerse que ciencia y religión son dos términos contrapuestos. Para el economista y exministro de Salud Alejandro Gaviria, ateo declarado, ambas disciplinas “son bastante incompatibles, aunque no completamente. El naturalismo sí pone en cuestión muchas de las promesas y premisas de la religión, pero la importancia de los principios éticos religiosos (ama a tu prójimo, por ejemplo), y su importancia en la cultura y la historia, son hechos que la ciencia reconoce”.
Según el filósofo Pablo Rolando Arango, escritor y docente en la Universidad de Caldas, la principal diferencia entre las dos es que “la religión requiere obediencia y fe, y esto define una estructura autoritaria. En la ciencia, en cambio, se requiere argumentación y crítica a la tradición. Ninguna ciencia puede avanzar sin esos dos elementos: si bien se reciben unas teorías, unos métodos, la labor de los nuevos científicos consiste en revisar, desafiar algunas de esas teorías a la luz de evidencias nuevas. En la religión, por el contrario, la obediencia es primordial, y la crítica y la revisión ocurren con mucha lentitud y a pesar de las autoridades”.
Así las cosas, ¿en qué punto la religión puede tener ciertas ventajas sobre la ciencia? “La ciencia nos dice muy poco sobre el significado de la vida —recalca el exministro Gaviria—, pues no tiene respuestas para la soledad ontológica o las cuestiones metafísicas que siempre han preocupado a los seres humanos”. Durán Casas, por su parte, explica que mientras el nivel de lo religioso es hermenéutico y de sentido, la ciencia se limita a explicar. “La religión, cualquier religión, tiene una dimensión de sentido que vincula existencialmente a las personas; es decir, más allá de la racionalidad científica. No tiene ninguna verdad demostrable o comprobable empíricamente. Las verdades de la religión son verdades de amor, de vínculos con realidades trascendentes”.
“Creo que hay lugares a donde la ciencia no puede llegar —explica Juan Esteban Constaín—. Zonas donde su luz no alumbra, digámoslo así, y quizás en ellas las respuestas religiosas, que son un acto de fe, o las respuestas incluso literarias, que también son un acto de fe —hay mucho de ficción en toda religión: de eso se trata—, son mucho más válidas para algunos. El problema está en confundir las dos cosas. Por eso se da también el caso tan común y aberrante de quienes hacen de la ciencia su religión. Es ahí donde empiezan las mayúsculas: La Ciencia”.
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El ejemplo de Lemaitre es solo uno de los tantos con que la historia ilustra la centenaria relación que ha existido entre ciencia y religión, y que no ha resultado demasiado cordial. Ahí están, para no ir más lejos, historias como la del astrónomo, filósofo, matemático y físico Galileo Galilei, padre de la astronomía moderna, quien gracias al perfeccionamiento del telescopio se convirtió en el primer científico en inferir la teoría heliocéntrica, que planteaba que la tierra y los planetas se mueven alrededor del sol. La revolución que supuso su planteamiento —que puso de cabeza la teoría geocéntrica—, llevó a que en 1616 la Iglesia Católica censurara sus postulados, calificándolos de “insensatos, absurdos en filosofía y formalmente heréticos”, y a ser condenado por un tribunal de la Inquisición, en 1633, a una especie de reclusión domiciliaria.
Peor suerte corrió antes Giordano Bruno, el filósofo italiano que también rechazó la teoría geocéntrica y se atrevió a plantear, en pleno siglo XVI, que no había diferencia entre materia y espíritu, pues todos los objetos se componen de átomos que se mueven por impulsos. Acusado de herejía en 1575, fue capturado más de una década después, detenido, juzgado y, finalmente, quemado vivo el 19 de febrero de 1600.
Pero vendría la modernidad, se dijo, y esa línea entre ambas empezaría a volverse tenue.
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Ciencia y religión no han estado tan desligadas como suele pensarse. “En varios momentos importantes de la historia de la ciencia ha pasado que las creencias religiosas han desempeñado un papel importante —dice Pablo Arango—. Kepler, por ejemplo, era un místico, y parece que llegó a sus leyes del movimiento planetario en parte por razones religiosas. Por esto, sería un error histórico decir que las creencias religiosas obstruyen o dañan la ciencia. Lo que sí es un hecho histórico es que cuando las instituciones religiosas tienen poder, son un peligro para la ciencia”.
Un gran error podría estar en suponer que ambas buscan lo mismo, cuando en realidad tienen objetivos diferentes. “La ciencia hoy investiga y explica lo que sucede de acuerdo a leyes o en la crítica de esas leyes —aclara el sacerdote jesuita Durán Casas—. La religión, por lo menos la cristiana, no explica sino que da sentido, interpreta los datos de la ciencia y los lee a la luz de la fe y de la revelación de Dios. La Biblia no se lee hoy como libro científico sino como una colección de diferentes lenguajes que buscan interpretar a la naturaleza, al hombre, a su historia y a su existencia, desde la autocomunicación de Dios”.
Ahora bien, en un país como Colombia —que según un informe del Vaticano publicado el año 2017 está entre los diez más católicos del mundo—, y cuya inversión en ciencia es cada vez más precaria —apenas 0,67 del PIB—, la religión sigue teniendo un peso fuerte. El reto, pues, consiste en no mirar las creencias religiosas como algo que se contrapone al desarrollo científico. Quizás el mejor ejemplo lo da la Universidad Javeriana, una de las privadas que más invierte en investigación científica y que es presidida por la comunidad jesuita.
¿A qué se debe el éxito de esta convergencia? “La búsqueda de la verdad es esencial en cualquier universidad, sea cual sea su identidad y su visión del mundo. Eso fundamenta la autonomía universitaria, que no puede ser utilizada para cualquier cosa, sino para la búsqueda de la verdad. A la religión, en particular a la religión católica, le interesa la verdad de la ciencia porque entiende que la verdad de la salvación, que viene de Dios, tiene que poder integrarse en una visión de totalidad y de sentido”, concluye el sacerdote Durán Casas.
La Asociación de Ateos de Bogotá escribió esta respuesta a este artículo.
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Martín Franco Vélez es periodista y editor. Ilustraciones de Raeioul para Todo es Ciencia. Las opiniones de los colaboradores y los entrevistados no representan una postura institucional de Colciencias.