Por Eduardo Arias
Si me preguntaran cuál es el libro de aventuras que más he disfrutado, tendría que escoger entre Los tres primeros segundos del Universo, de Steven Weinberg, El universo, de Isaac Asimov, y Cosmos, de Carl Sagan. Suena extraño que mi lista no la encabecen novelas sobre espadachines o espías de smoking que toman dry martini sino textos de divulgación científica. Pero la explicación es muy sencilla. Estos libros presentan la investigación científica como lo que en realidad es: una apasionante aventura. Son libros cargados de emoción y misterio porque recorren de nuevo los caminos que debió andar y desandar una mente brillante o un equipo de científicos para descubrir una nueva ley de la naturaleza, para plantear una nueva teoría, para ofrecernos un modelo más preciso para interpretar y entender el universo que nos rodea.
El principal valor que le veo a la divulgación científica es su capacidad para que personas del común se interesen por la ciencia, que se enamoren de ella, así no pase de ser este un amor platónico, tal como me sucede a mí. Porque, en muchas ocasiones, libros y artículos de divulgación van más allá y logran que niños, jóvenes e incluso adultos ya formados en otras disciplinas se dediquen de verdad a la física, la química o las ciencias naturales.
A lo largo de mi vida me he encontrado con grandes libros de divulgación. De niño leí y releí cien veces los dos volúmenes de Física recreativa, de Yakov Pelerman, un divulgador ruso. También me marcó la Enciclopedia de la Fauna Salvat, de Félix Rodríguez de la Fuente. En los años ochenta, además de los autores ya citados al comienzo de esta nota, leí y releí la muy divertida Biografía de la física, de George Gamov. A comienzos de este siglo también me topé con una joya: El universo elegante, de Brian Greene.
Dos gigantes en el terreno de las ciencias naturales que me marcaron fueron Jacques Cousteau y David Attenborough. El propio Stephen Hawking fue un gran divulgador que logró interesar a grandes segmentos de la población en los últimos avances de la física y los misterios que aún siguen sin resolverse en el terreno de lo muy grande y lo muy pequeño. En tiempos más recientes, astrofísicos de primer nivel como Neil de Grasse-Tyson y Michio Kaku han sabido transmitirle al gran público sus conocimientos con pinceladas de muy buen humor.
En Colombia también hay varios ejemplos de excelentes divulgadores de la ciencia que atrapan a sus lectores desde el primer párrafo: Lisbeth Fogg, Julio César Londoño, Ángela Posada, Antonio Vélez, Gustavo Wilches Chaux, Pablo Correa, por sólo nombrar algunos.
No son pocos los científicos que desconfían de la divulgación y que incluso la cuestionan y la desprecian. Consideran que estas pop stars que le llegan al gran público sacan la ciencia de su discreto nicho y la llevan al terreno de Mick Jagger y Maluma. Además, consideran que lo único que logran es banalizar la ciencia.
Un célebre texto de Ernesto Sábato, novelista argentino que también era físico, sintetiza de manera magistral esa posición:
“Alguien me pide una explicación de la teoría de Einstein. Con mucho entusiasmo, le hablo de tensores y geodésicas tetradimensionales. —No he entendido una sola palabra —me dice, estupefacto. Reflexiono unos instantes y luego, con menos entusiasmo, le doy una explicación menos técnica, conservando algunas geodésicas, pero haciendo intervenir aviadores y disparos de revólver. —Ya entiendo casi todo —me dice mi amigo, con bastante alegría—. Pero hay algo que todavía no entiendo: esas geodésicas, esas coordenadas… Deprimido, me sumo en una larga concentración mental y termino por abandonar para siempre las geodésicas y las coordenadas; con verdadera ferocidad, me dedico exclusivamente a aviadores que fuman mientras viajan con la velocidad de la luz, jefes de estación que disparan un revólver con la mano derecha y verifican tiempos con un cronómetro que tienen en la mano izquierda, trenes y campanas. —¡Ahora sí, ahora entiendo la relatividad! —exclama mi amigo con alegría. —Sí —le respondo amargamente—, pero ahora no es más la relatividad”. (Tomado de su libro Uno y el universo).Lo que dice Sábato es muy cierto y no se discute. Pero la gran mayoría de las veces es necesario escuchar primero la historia de los “aviadores que fuman mientras viajan con la velocidad de la luz…” para que miles de niños y luego jóvenes se entusiasmen y decidan dar el paso que los lleve a estudiar física y matemáticas y, ahí sí, poder entender los tensores y las geodésicas tetradimensionales.
Con la divulgación científica sucede lo mismo que con las novelas históricas. Son puertas de entrada a territorios desconocidos. Son invitaciones para que las personas del común nos interesemos por los misterios del universo, de los átomos y de la vida.
Qué gran aventura es la ciencia. Una saga que comenzó hace varios miles de años y que nunca llega a un final feliz. Porque, cuando se cierra el libro más reciente que da cuenta del último hallazgo, uno sabe que esa no es la última palabra sino que el punto final debe interpretarse como un “continuará”.
Biólogo dedicado a las comunicaciones. Eduardo Arias ha escrito como periodista acerca de temas de medioambiente y divulgación científica. Ha escrito libros y publicaciones para el Inderena y el Instituto Alexander von Humboldt. También ha escrito varios libros de humor político y fue libretista y argumentista en el programa Zoociedad. En la actualidad es periodista independiente y ejerce el cargo de defensor del televidente de Señal Colombia. Ilustraciones de Mariana Rojas para Todo es Ciencia. Las opiniones de los colaboradores no representan una postura institucional de Colciencias. Con este espacio, Todo es Ciencia busca crear un diálogo para construir un mejor país.
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