por Daniel Antonio León Blanco
Con las clases remotas, la brecha digital se evidenció de repente en la educación superior. Ya pasó un primer semestre de emergencia, pero queda la duda sobre qué hacer al respecto, porque la brecha sigue ahí.
El covid-19 nos llevó a las universidades a implementar clases mediadas por las TIC como medida sanitaria para el distanciamiento social. Sin embargo, en los espacios de clase, ya había una distancia social, solo que para muchos era invisible. Al comenzar la enseñanza remota de emergencia (denominación que usa la doctora Marelen Castillo en su conversación con Todo es Ciencia) nos hicimos dependientes de la conexión a internet para enseñar y aprender. En ese momento redescubrimos el problema de la brecha digital, que desde la década de los 90 ronda espacios académicos, sociales y políticos y que parece aún difícil de resolver.
Para muchos, entre los que me incluyo, la conectividad no era un asunto urgente, no más que la molestia ocasional por una falla en el servicio o una mala experiencia con un call center. En las universidades con wifi de libre acceso, salas de sistemas y equipos portátiles disponibles, el problema también parecía lejano. De manera que había una sensación de comodidad al respecto. Eso cambió, pues la brecha sucede en el contexto universitario y en el entorno urbano, es evidente y cercana.
Un intento por entender la brecha
A mí me resulta curiosa la imagen de una brecha digital. Seguro por una sobredosis de televisión, la palabra dispara en mi cabeza la idea de un abismo rocoso. Un gran hueco que separa dos pueblos diferentes. Tal vez por eso algunas personas prefieren hablar de división o estratificación digital, para referirse al asunto en clave de inequidad social.
En esa línea, MinTic dice que la brecha digital es la diferencia socioeconómica entre aquellas comunidades que tienen accesibilidad a las TIC y aquellas que no. Agrega que implica diferencias en la capacidad para utilizar las TIC de forma eficaz, por falta de preparación o por no contar con la tecnología necesaria. Así, la brecha es una división, pero no es un abismo rocoso fijo, sino más bien un conjunto de grietas sociales que aparecen al dar un paso. Antes, en el mismo espacio de clase, profesores y estudiantes no necesitábamos avanzar para acercarnos, sin embargo, ahora obligados a teleestudiar, teleenseñar y teletrabajar vemos como con cada paso aparecen las grietas.
Sin conocer mucho sobre el tema, resultó más o menos fácil prever los efectos de la brecha digital en las clases remotas. Intuíamos los problemas de conexión, los inconvenientes por la falta de equipos o la confusión con el uso de los recursos digitales. Sabíamos, no sería fácil. Para muchas universidades las clases virtuales eran un plan a mediano o largo plazo, que de repente pasó a ser la única manera de continuar. En poco tiempo cambiamos los salones por videollamadas, los tableros por pantallas y las inasistencias por fallos en la conexión. Y, con cada paso, las grietas.
Aunque no todo resultó negativo. Hubo situaciones graciosas: los accidentes con los micrófonos y cámaras abiertas; las mascotas, familiares y parejas que pasean desprevenidas irrumpiendo en las clases (aunque ¿quiénes son los intrusos, ellos o nosotros, sin invitación en las casas ajenas?). Al margen de eso, pasó algo más. A pesar de la distancia social, ganamos una dimensión. A través de la pantalla conocimos los contextos y las vidas de las personas. Aparecieron las familias y las casas. Las personas, que antes veíamos en las clases, de frente y en 3d, ganaron profundidad con la bidimensionalidad de la pantalla, como parte de un barrio, de un pueblo o de una vereda. Sucedió un fenómeno contrario al distanciamiento, una suerte de acercamiento remoto a la cotidianidad de las personas.
Fue en ese espacio cotidiano donde comenzaron a evidenciarse las grietas. Yo comencé a verlas desde mi lugar como profesor universitario. Al poco tiempo de inicio de las clases, aumentaron las ausencias y las solicitudes para cancelar materias o el semestre. Algunos estudiantes nos comentaban de sus ausencias por problemas de conexión, otros por falta de equipos, otros más, porque viven en resguardos o zonas rurales en las que además de las limitaciones tecnológicas debían prestar guardia, algunas veces de manera voluntaria y otras, obligados por fuerzas ilegales. En las ciudades algunos dejaron de asistir, en las casas escasearon los recursos y, entre decidir si pagar el arriendo o comprar mercado, la educación ya no parecía tan importante.
Para los que contamos con el privilegio de mantener nuestros trabajos y seguir con el proceso de formación, la experiencia de la brecha digital sucede en las limitaciones tecnológicas. Es decir, en las carencias propias de un país que necesita mejorar su infraestructura digital. The Economist sitúa a Colombia en el puesto 44 entre 100 países según las condiciones de acceso, asequibilidad y relevancia social del internet. Si bien Colombia muestra indicadores favorables en asequibilidad y utilidad del servicio, quedamos mal calificados en infraestructura, calidad de la red y acceso a la electricidad en sectores urbanos y rurales, indicadores en los que ocupamos alrededor del puesto 70.
Por su parte, la Comisión de Regulación de Comunicaciones (CRC) asegura que la red instalada en Colombia es capaz de soportar la demanda actual del servicio, incluyendo el aumento del 38% en el consumo de internet desde el inicio de la cuarentena. Sin embargo, la experiencia cotidiana muestra que las conexiones fallan. Las clases no fluyen como quisiéramos, cada tanto alguien se desconecta, se ralentizan sus frases o queda congelado en la pantalla. El problema parece estar en la velocidad para el intercambio de datos, es decir, el ancho de banda para las conexiones fijas y los paquetes de datos para las móviles.
MinTic en su cuarto boletín trimestral de 2019 muestra que la velocidad de descarga promedio nacional en los hogares es de 18 Megabits por segundo (Mbps). Mientras que la definición de banda ancha para Colombia es de mínimo 25 Mbps de bajada y 5 Mbps de subida. Y acá solo hablamos de 6,96 millones de usuarios del internet fijo, el resto de los 30,9 millones de usuarios acceden a través de paquetes de datos: 18,28 millones con paquetes pre pago y 12,59 millones con planes pospago. El tráfico promedio prepago es 703 megas mensuales, mientras que para pospago llega a 4,42 gigas. Un paquete de 700 megas que vale entre 10 mil y 12 mil pesos alcanza para ver unas 6 horas de video en YouTube a una resolución de 144p, la más baja. Puede parecer mucho, pero si pensamos en un estudiante que debe conectarse a 5 o 6 clases a la semana, cada una con una duración de al menos 2 horas (sin contar el envío de trabajos o las búsquedas en líneas) implica un gasto de unos 30 mil pesos a la semana. Y así, las grietas crecen.
Un cierre (pero no de la brecha)
El covid-19 muestra en perspectiva el problema de la brecha digital, es decir que puso la cuestión a una escala de percepción cercana para las personas.
El Ministerio de Educación anunció que a partir de agosto aplicaremos un modelo de alternancia para las clases: parte presencial, parte remota. En ese modelo, la virtualidad ya no es una medida de emergencia, sino parte de la “nueva normalidad”. Aunque, bajo el riesgo que implica la presencialidad, muchas universidades optaron por seguir con las clases remotas. Vale la prevención. Pero me pregunto si durante el breve espacio entre el final del semestre y el inicio del próximo, habrá tiempo suficiente para pasar de un estado de emergencia a otro que garantice un proceso de formación de calidad y, sobre todo, equitativo. La grieta sigue ahí.
Daniel León es diseñador gráfico y docente del programa de Diseño Visual en la Institución Universitaria Colegio Mayor del Cauca, Popayán.
Las ilustraciones son de Carlo Guillot
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