por Mario Víctor Vázquez
Una de las primeras consecuencias de la pandemia de 2020, sumada a la recomendación de lavarnos frecuentemente las manos y estornudar en el pliegue del codo, fue la de evitar el contacto físico con los demás, especialmente en el momento de saludarnos.
Convengamos que con algunas personas la OMS nos hizo el favor de evitarnos saludos fingidos, pero aceptemos también que es más fácil tapar un estornudo con la pantorrilla que acostumbrarnos a dejar de besar o tocar a quienes queremos.
No podemos argumentar razones evolutivas que nos obliguen a saludar de una u otra manera. Tenemos distintas maneras de saludar: las distantes y respetuosas inclinaciones en Oriente, los besos en las mejillas –cuya cantidad depende del país en cuestión–, toques de nariz como el saludo inuit o entre hombres sauditas, sacar la lengua en el Tíbet, o el más universal apretón de mano derecha. En general, se trata de un gesto amistoso donde se intenta mostrar que no se tiene ninguna intención hostil. Esto tiene sentido si recordamos que uno de los saludos más sencillos era simplemente mostrar la mano abierta extendiendo el brazo para señalar que no se tenía ningún arma oculta. Podríamos pensar que el saludo no es tan imprescindible para la vida, aunque no se puede afirmar lo mismo sobre el tocarnos. Somos animales sociales (algunos más sociales que otros) lo que ha sido evidenciado en estudios psicológicos, entre ellos los realizados por el profesor Matt Hertenstein, en el laboratorio de tacto y emoción de la universidad DePauw (USA), quien enfatiza que la falta de contacto físico conduce a una salud no óptima. La razón de esto puede tener una interpretación desde el punto de vista hormonal: un contacto físico agradable altera los niveles de cortisona y oxitocina, lo que a su vez disminuye el estrés y aumenta el sentimiento de seguridad y confianza; sin ir muy lejos, tenemos el ejemplo del Método de Madre Canguro, presentado por primera vez en 1983 en el artículo “Manejo racional del niño prematuro”, en una publicación de la Universidad Nacional de Colombia por los doctores Rey y Martínez. Consiste en la atención a los niños prematuros poniéndolos en contacto piel a piel con su madre. Como lo menciona la OMS, este método constituye una técnica eficaz que permite cubrir las necesidades del bebé en materia de calor, lactancia materna, protección frente a infecciones, estimulación, seguridad y amor.
¿Podríamos pensar un mundo donde no esté permitido que nadie se toque? Si bien hemos construido verdaderas sociedades virtuales (esta columna es un ejemplo) donde no tenemos que tocarnos para interactuar; donde tenemos la posibilidad de la medicina robótica en la que un cirujano a distancia puede emplear una máquina electromecánica para realizarnos cirugías delicadas; donde nos sobrevuela un mundo de drones y nubes imaginarias llenas de información... Aún necesitamos el contacto físico para transmitir ciertas emociones y ni hablar de aquello que ocupa tanto nuestra atención: ¿Cómo hacemos con el sexo? ¿Obedeceríamos las normas o cederíamos al pecado de la carne y luego nos extinguiríamos por un virus, pero felices?
Como un vivo ejemplo de que la tecnología no tiene límites, también se ha metido con el tema del sexo a la distancia (frase contradictoria sin duda). Existen ejemplos funcionando desde antes de esparcirse el virus por el mundo. Basta navegar un poco (mejor en el momento en que nadie nos mira la pantalla) y encontraremos un gran número de menciones a dispositivos con distintas geometrías que se activan por bluetooth y se colocan en… bueno se colocan. Aplicaciones cada vez más cercanas. Diseño de robots humanoides dispuestos a brindar placer a cambio de una recargada de baterías de vez en cuando. Todo esto que ha sido llamado “sexo tecnológico” está siendo cada vez más una realidad que ficción. Pensemos que muchos dispositivos que usamos a diario en su momento eran privativos de James Bond.
Hablando de cine de ficción, tal vez sea conveniente recordar aquella escena de la película Demolition Man del 1993, donde un Sylvester Stallone congelado criogénicamente es despertado luego de 36 años en la nevera y se le ocurre tener algo de sexo con la teniente Lenina Huxley (interpretada por Sandra Bullock). Es entonces cuando el musculoso descubre que todo tiempo pasado fue mejor ya que el método tradicional ha sido reemplazado por un menos sudoroso encuentro a distancia (una especie de bluetooth erótico) que precisa de un par de poco provocativos cascos. Teniendo en cuenta que muchas cosas de la película fueron premonitorias de realidades como control de voz, casas inteligentes, videollamadas, y los implantes biométricos, no sería de extrañar que en un futuro cercano cambiemos el mito sobre la importancia del tamaño y en cambio nos comencemos a preocupar por nuestro ancho de banda.
Teniendo en cuenta que la acción de la película transcurre en el año 2032 y que Stallone descubre con horror que los seres humanos ya no usan papel higiénico, se entiende el futuro que nos espera luego de acaparar como posesos este delicado implemento en el 2020.
Mario Víctor Vázquez es investigador, docente y divulgador científico. Profesor Titular de la Universidad de Antioquia. Doctor en Ciencias Químicas de la Universidad Nacional de Córdoba, Argentina. Director del programa radial El Laboratorio y creador del Colectivo Quími Komedia.
Ilustraciones de Jhonny R. Quintero
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