Por Ángela Posada-Swafford
Tendemos a ver el sol como un objeto plácido y dador de vida. Pero a medida que lo estudiamos entendemos que es también una entidad llena de caprichos, inestabilidades, cóleras y letargias no siempre previsibles. Aprender a convivir con nuestra estrella, a meros 150 millones de kilómetros de distancia, significa entender el efecto de su variabilidad sobre nuestra tecnología. Especialmente ahora que los pilares de la sociedad moderna descansan sobre satélites y ordenadores, vulnerables a las perturbaciones solares.
“De ahí el impulso que le hemos dado a la heliofísica, una relativamente nueva disciplina que agrupa a la física solar, atmosférica, y magnetosférica, y que trata de determinar cómo el sol está interconectado con el medio planetario y con todos los objetos del sistema solar”, explica en una entrevista la astrofísica de la NASA Madhulika Guhathakurta. “Todo esto es lo que llamamos el clima espacial”.
¿Entonces, qué tan amenazadores son, realmente, esos cinco misterios anteriormente descritos (los pulsos, erupciones, eyecciones de la corona, el viento solar, y las mega-tormentas) para nuestro diario vivir? Según los autores de múltiples estudios científicos, lo son, y mucho. Especialmente, los tres que tienen que ver con las erupciones, las eyecciones masivas y las mega-tormentas.
“Hace unos cuantos siglos no teníamos que preocuparnos por cosas tales como los protones ultraenergéticos, los jets de rayos X, o las corrientes de plasma magnetizado”, añade Guhathakurta. “Pero hoy en día todas esas partículas tienen consecuencias nefastas en las tecnologías modernas. Las erupciones solares pueden causar pérdidas por trillones de dólares en daños a líneas de alto voltaje y satélites fundidos o degradados. El punto es que el sol siempre está produciendo tormentas, e incluso durante un mínimo de actividad en el ciclo solar tenemos que prestar atención porque es tan impredecible que podría arrojarnos una enorme tormenta geomagnética. Hay que tomar eso con la misma actitud con que uno se prepara para un huracán”.
Los rayos disparados por el flash de una erupción cambian las propiedades de la ionosfera (la capa superior de la atmósfera), lo cual puede bloquear la transmisión de mensajes de radio de alta frecuencia utilizados por los pilotos de las fuerzas armadas, degradar la señal de los satélites del sistema GPS que sirven la navegación aérea y marítima, o echar al traste la sincronización de las telecomunicaciones.
Los protones acelerados acaban con los paneles solares de los satélites en órbita, y además modifican el estado eléctrico de los componentes de los ordenadores de a bordo. Al mismo tiempo, el plasma magnético solar, a contactar al terrestre, puede inducir una corriente eléctrica (llamada tormenta geomagnética) capaz de dañar los cables de alta tensión y desestabilizar las redes eléctricas de las que dependen los cables submarinos, los oleoductos, las carrileras, y otro montón de infraestructuras. Lo que sucede es que, cuando el material solar choca con el campo magnético de la Tierra, lo deja vibrando como si fuera una campana de metal. Y esas vibraciones descienden a tierra en forma de corrientes que se meten dentro de los transformadores de todas las redes eléctricas.
A eso se suma la miniaturización de los componentes electrónicos, que por su tamaño mismo están expuestos a los insultos de los humores solares. Eso sí, el espectáculo es hermoso porque también induce las más espectaculares auroras boreales y australes.
“Esta vulnerabilidad es algo que no habíamos anticipado cuando fuimos concibiendo nuestro estilo de vida. Desarrollamos esas tendencias con demasiada rapidez sin tener en cuenta su gran sensibilidad a los eventos espaciales”, observa Frédéric Clette, físico del Observatorio real de Bélgica en la revista Science et Vie.
Las aerolíneas saben que cada vez que hay una tormenta solar deben cambiar sus rutas, alejándolas de las regiones polares, porque es allí donde nuestro campo magnético tiende a concentrar las partículas que vienen de afuera. A un costo de miles de dólares por vuelo, las aerolíneas cambian las rutas y evitan que los pasajeros reciban una dosis ligeramente más alta de radiación que durante un vuelo normal.
Hasta ahora, las tormentas solares han dejado sectores del mundo sin electricidad durante unas horas, un día a lo sumo. Pero si la alineación del campo magnético terrestre con respecto a la lluvia de partículas solares es menos benigna y nuestro planeta absorbe el golpe frontal de las eyecciones masivas de la corona, podríamos quedar a oscuras durante semanas y meses. Medicinas, alimentos perecederos, calefacción, estaciones de bombeo de agua y combustible, reactores nucleares, hospitales, quedarían paralizados. Las telecomunicaciones cesarían casi por completo y el colapso social habría comenzado. Si se pierde la electricidad se pierde todo lo demás.
“La física del sol y la tierra no han cambiado mucho. Los que hemos cambiado somos nosotros”, dice el ingeniero John Kappenman, quien durante décadas ha estudiado las tormentas geomagnéticas financiado por varias ramas del gobierno federal. “Durante los últimos 50 años, la infraestructura global de electricidad ha crecido en un factor de diez. Ese crecimiento ha venido acompañado de un cambio a operaciones con altos voltajes, que hace que la red sea menos resistente a corrientes que le lleguen externamente”.
También estamos más interconectados: la electricidad que alumbra las calles de alguna ciudad estadounidense podría venir de Canadá, por ejemplo. Un aviso de neón en una discoteca de Tijuana podría estar obteniendo su electricidad de una planta de gas natural en California. Y eso significa que un apagón en una región puede fácilmente extenderse a otra, aumentando el riesgo de un colapso mayor.
Kappenman ha descubierto en sus estudios que, en caso de que nos golpee una tormenta geomagnética muy intensa y con poco aviso, el exceso de electricidad dentro de la red del sistema estadounidense podría recalentar miles de transformadores de alto voltaje, paralizando gran parte de la capacidad de generación de electricidad del país.
“Proteger las redes de electricidad en la Tierra es algo relativamente simple”, añade Kappenman. Se trata de colocar resistencias y capacitadores como intermediarios entre la tierra y los transformadores críticos, de tal manera que la amenaza del clima espacial quedaría reducida en su mayoría”. Otros expertos calculan que en Estados Unidos esto podría lograrse en unos cuantos años, a un coso de cientos de miles de dólares por transformador, aunque en la práctica no es tan fácil.
“No es tanto un problema de astrofísica sino uno de instituciones”, concluye Kappenman.
Pero sí es un problema de astrofísica. La urgencia por entender a nuestra estrella impulsa a la comunidad solar mundial a entregarse, por primera vez en la historia de esta disciplina, a una carrera contra el tiempo.
Ángela Posada-Swafford es una periodista científica y escritora colombiana radicada en Estados Unidos. Ganadora de reconocimientos como el Premio Simón Bolívar de periodismo.