Por Tatiana Pardo Ibarra
Como un terreno yermo y desabrigado, un lugar frío y desamparado. Así define la RAE al páramo, pero es mucho más que eso. Omitieron lo más importante: su capacidad de regular el agua.
Un manto blanco, húmedo y frío cubre al páramo. Si se intenta mirar a lo lejos parece que un grupo de personas grandes, sigilosas e inmóviles vigila cada paso que damos en la alta montaña. En realidad son plantas, frailejones que pueden medir hasta 20 metros de alto o apenas elevarse 10 centímetros de la tierra. Aquí —llámese Chingaza, Sumapaz, Pisba o Puracé— los vientos fuertes y la altísima radiación solar que hay por encima de los 3.000 metros sobre el nivel del mar han hecho que solo un selecto grupo de plantas se haya adaptado lo suficiente como para vivir en condiciones climáticas tan extremas.
Aunque es común escuchar que los páramos son “las fábricas de agua”, en realidad es el suelo quien se lleva el protagonismo. El agua no viene de la vegetación ni del ecosistema en sí mismo, sino que es retenida, almacenada y luego liberada lentamente por distintos componentes de ese engranaje. Es la esponja, más bien.
Imaginemos unas nubes cargadas y pomposas viajando por la sabana de Bogotá. Estas transportan humedad, que en realidad es vapor de agua, y siguen su camino hasta toparse con una inmensa malla (la flora del páramo) que, al atravesarla, deja pequeñas gotas de agua en los hilos (hojas con vellosidades). Eso hace el páramo.
“Es increíble porque lo que tienes es una vegetación que transforma la humedad en estado gaseoso a estado líquido de una manera más eficiente que cualquier otra vegetación que exista. Una parte de esa agua es almacenada en el tallo y luego utilizada en momentos de escasez (sequías), y otra se libera a través de las raíces, que a su vez llega al suelo. En ese punto el agua buscará la manera de salir, ya sea por las fisuras de las rocas o a través de pequeños canales, que por la misma gravedad pueden formar ríos”, explica Carlos Enrique Sarmiento, geógrafo y experto en páramos.
La compleja red hídrica que nace en los páramos da origen a ríos tan importantes como el Magdalena, Cauca, Meta, Guaviare, Putumayo, Atrato, Patía, Ranchería, Catatumbo y Sinú. Aunque es muy difícil calcular con exactitud cuánta gente en Colombia se beneficia del agua que llega de los páramos, hace cinco años, Sarmiento —junto a las investigadoras Jessica Zapata y Margarita Nieto— estimó que “16 de las grandes ciudades del país y cerca de 17 millones de personas (el 35 % de la población nacional); además de 73 hidroeléctricas y 173 distritos de riego (para cultivos de papa, cebolla, hortalizas, café y arroz, especialmente)” se verían favorecidas. Solo el páramo de Belmira, por ejemplo, proporciona más del 65 % del agua que abastece a Medellín, y el de Guerrero abastece a más de 1 000 000 de habitantes en el norte de Bogotá y a toda Zipaquirá.
Desde otra orilla, el colombiano Mauricio Diazgranados, líder de investigación en diversidad y medios de vida del Real Jardín Botánico Kew, en Londres (Inglaterra), ha recorrido y estudiado casi todos los 36 complejos de páramos que tiene el país, más los de Perú, Venezuela y Ecuador en busca de datos que nos ayuden a entender mejor a los frailejones. De las 145 especies que se conocen a nivel global, Colombia tiene 90, es una joya. Una de las 3 especies que ha descubierto y descrito Mauricio, por ejemplo, la llamó Espeletia praesidentis en honor al ex presidente Juan Manuel Santos y sus esfuerzos por sacar adelante el acuerdo de paz con el grupo guerrillero de las Farc. La encontró al sur de Chitagá, en Norte de Santander.
Cuando le pregunto si el agua que usamos en Colombia para cocinar, beber, lavar los platos o bañar al perro se vería afectada, en cantidad o calidad, si no existieran los páramos, nuevamente la respuesta se vuelca a los suelos: unos profundos, porosos y esponjosos que han adquirido esa condición dado que la materia orgánica se descompone muy lentamente por las bajas temperaturas en las que está.
“En el Pacífico colombiano siempre va a llover así se deforeste toda la selva del Chocó biogeográfico, la zona con mayor precipitación del mundo”, empieza Diazgranados. “Lo que pasa es que si se tumba todo el bosque, el agua rueda por el suelo mucho más rápido, la escorrentía y la erosión se vuelven veloz, los ríos suben su caudal rápidamente generando inundaciones y, una vez deja de llover, estos afluentes se secan. No es que no tengamos agua nunca más, sino que no nos conviene esa intermitencia. Requerimos tener acceso constante al agua y esos flujos regulados nos los dan las plantas”.
El nivel de endemismo (fauna o flora que solo vive allí y no se encuentra en ningún otro lugar del planeta) que hay en la vegetación de los páramos es muy alto; hagan de cuenta “un archipiélago del cielo lleno de islas, y en cada una se encuentran cosas que las demás no tienen”, ejemplifica. Aún así, el último análisis que hizo el biólogo muestra que más del 73 % de las especies de frailejones en Colombia se encuentran en alguna categoría de amenaza.
Complejizar el debate
Las amenazas que acorralan a los páramos vienen en un menú variado, desde las causadas por actividades humanas como ganadería extensiva, agricultura, minería de oro y carbón y turismo no controlado, hasta una triple plaga que ataca a las plantas: larvas de escarabajo, una polilla nocturna y un hongo mortal.
Hace una década se advirtió por primera vez que las hojas de los frailejones de la especie Espeletia grandiflora, ubicados en el parque natural Chingaza, estaban muriendo, al parecer, por culpa de pequeños insectos. Luego de varias expediciones, muestreos y análisis, se pudo comprobar que una polilla, que además es una especie nueva para la ciencia, devora las hojas más jóvenes que están dentro de la roseta y debilita tanto al frailejón que las nuevas hojas nacen deformadas o ni siquiera alcanzan a desarrollarse. Una de las hipótesis apunta a que el aumento de la temperatura (el cambio climático) pudo haber cambiado el rango en el que este animalito se mueve.
Hay, por supuesto, otras discusiones más ardientes y mediáticas. A finales del mes de julio, la viceministra de Minas y Energía, Carolina Rojas, dio unas declaraciones que nuevamente avivaron el debate sobre el proyecto megaminero que adelanta la multinacional Minesa en la provincia de Soto Norte (Santander), en las inmediaciones del páramo de Santurbán. La funcionaria aseguró que “el Gobierno colombiano quiere promover una minería con todos los estándares”, aún cuando el proyecto no tiene licencia ambiental que le de luz verde ni se ha terminado la delimitación del páramo para saber en dónde empieza y termina exactamente.
Ha sido tanto el revolcón que varios alcaldes propusieron que los 36 complejos de páramo fueran declarados patrimonio natural de la humanidad por la Unesco, pero para los investigadores consultados estas iniciativas son solo pañitos de agua tibia a debates que deberían ser más complejos.
Para Paula Ungar, bióloga y doctora en ciencias ambientales, cada vez que alguien sale a decir que hay que ‘blindar a los páramos’ lo único que se demuestra es el profundo desconocimiento que hay alrededor de ellos. “En Colombia está prohibida la minería en estos ecosistemas desde hace más de una década, así como cualquier actividad agropecuaria de alto impacto. El verdadero desafío está en implementar el marco legal que ya existe, lo cual es mucho más complejo que declarar figuras nuevas que pueden quedar en papel”.
La discusión es profunda, no es nueva y tiene grises. Lo primero es entender que muchos de los páramos no son ecosistemas prístinos, sino que hay gente que vive y depende directamente de ellos. En ese escenario, entonces, entran a jugar variables como saber exactamente cuáles son las actividades de alto y bajo impacto (y cómo desarrollar estas últimas), el arraigo y la dependencia de los habitantes a sus territorios, las formas en las que se haría una posible sustitución o reconversión de sus actividades, la asistencia técnica y económica que brindará el Gobierno, el reconocimiento de saberes y distintas formas de conocimiento, la interconexión que hay entre lo que vemos (la montaña) y lo que no (el subsuelo), entre muchas otras preguntas abiertas y cruciales.
Ungar celebra que las dimensiones ambientales de los páramos cada vez sean más ‘sexys’, pero no ocurre lo mismo con las sociales. “Hablar de ‘blindar los páramos’ es un discurso simplista de blanco o negro y, en esas tensiones entre conservación estricta y el uso indiscriminado, los verdaderos sacrificados son los de siempre, los habitantes rurales, que con frecuencia no se sienten identificados con ninguno de los dos bandos”, afirma.
El Instituto Alexander von Humboldt hizo un ejercicio para inferir, con base en el Censo Nacional Agropecuario (DANE), cuánta gente vive en los complejos de páramos de Colombia y cómo tejen sus relaciones en y alrededor de ellos. Encontraron que las personas cuidan de los ríos, quebradas, lagunas, caños y turberas conservando la vegetación, principalmente, pero también sembrando árboles, reutilizando el agua, con rezos, pagamentos y ritos; y que además usan todos esos componentes de distintas maneras: la flora (flores, frutos, fibras, hojas, semillas, cáscaras y cogollos), los animales acuáticos (peces, camarones, ostras, caracoles y tortugas), la madera, los minerales, la leña, el agua lluvia y la fauna (de cacería).
Sin embargo, sus suelos y todos los beneficios que nos proveen podrían verse afectados. Los páramos, uno de los 91 ecosistemas que tiene Colombia, no se han librado de nuestras intervenciones: al menos un 13 % del área de los complejos contiene zonas transformadas por actividades antrópicas (quema, extracción minera, agricultura y pastos) y aproximadamente el 65 % de la superficie terrestre del país está bajo algún grado de impacto. Conocer el estado en el que se encuentra cada uno de los páramos permitiría identificar dónde restaurar, dónde conservar y dónde hacer usos sostenibles: información para tomar mejores decisiones.
Como no son altas montañas sin gente, reconocer los distintos actores que interactúan es crucial. Mientras en algunos páramos habitan pocas familias (Citará, Sonsón o Tatamá) en otros hay miles de personas (Tota-Bijagual-Mamapacha) que trabajan o viven allí. “Los páramos están habitados, en muchos casos desde hace siglos, por campesinos e indígenas como resultado de la desigual distribución de la tierra en el país, atraídos por actividades productivas, con frecuencia lideradas por el mismo Estado, o desplazados por el conflicto armado en distintos momentos históricos. Entonces no debemos incluir el componente social solo cuando están en juego los intereses de una ciudad grande o una multinacional”, remata la investigadora Ungar.
Tatiana Pardoes periodista freelance. Apasionada por los temas de ciencia, medioambiente, derechos humanos y pueblos indígenas. Trabajó como reportera para los diarios más importantes de Colombia: El Espectador y El Tiempo. Coordinadora y editora de Tierra de Resistentes, un proyecto en el que se investigan ataques violentos contra líderes ambientales en América Latina y el Caribe.
Las ilustraciones son de Mariana Rojas, en Instagram como @lafurys