por Efraín Rincón
Aquello que se ve entre los árboles, entre las trochas, es un espécimen que la mayor parte del tiempo anda con la cabeza mirando al cielo. Sale a la selva muy temprano, casi al amanecer. Por lo general extiende sus ojos a través de unos binoculares que le permiten ver de cerca eso que está lejos. Unas veces anda en grupos pequeños y otras prefiere hacerlo solo. Todos repiten una característica común en sus extremidades inferiores: tienen coberturas de caucho color negro y de base amarillo claro, conocidas también como “botas pantaneras”. Pieles de colores no muy vistosos que secan rápido — unas veces sucias, otras veces limpias— los protegen del sol, la lluvia y hasta de mosquitos inmisericordes que orbitan a su alrededor.
Son primates llamados Homo sapiens. De cerca se escuchan su vocalizaciones:
— Es como el Siriri común
—Tyrannus melancholicus
— Pero esa terminación del canto de ese está muy… no es tán fácil
Los primates se refieren a punticos a lo lejos, que unas veces vuelan y otras están perchado en las ramas de los árboles. Lo que ven son pájaros. Y esta vez están reunidos en una expedición en el piedemonte llanero, en el municipio de San Luis de Gaceno, Boyacá.
Todo es Ciencia fue a ver las entrañas de esta expedición, a conocer a mujeres y hombres que en medio de trochas, selvas y quebradas, parecen otras especies. Especies que observan la vida de cerca.
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Ese piedemonte es un paisaje contradictorio, hay unos promontorios, “los farallones” —como los llama la gente— que emergen de la tierra, y sobre ellos hay una disputa entre planadas y potreros de un verde claro con una selva de verde más oscuro. Según el IDEAM, dentro de los factores que más amenazan y deforestan los bosques del país están la potrerización y la ganadería extensiva acompañadas de la construcción de carreteras, la extracción de madera, la minería y los cultivos ilícitos. En San Luis de Gaceno, este paisaje es un indicador de que cada vez la ganadería se apropia del espacio de la selva.
Como en esos farallones, en este municipio existen varios lugares que esconden riquezas como el agua, las plantas y animales, que se resisten al olvido. Ante este panorama, surge la necesidad de conocer con más detalle qué es lo que resguardan estos ecosistemas, “lo que estamos haciendo es seguir trabajando por conocer qué hay en estos territorios para que precisamente ese tipo de cosas ojalá no sigan pasando”, opina Daniela Gómez, una de las investigadoras invitadas a esta expedición.
Como estas, las expediciones Boyacá Bio, orquestadas por el Instituto Alexander von Humboldt, la Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia y la Gobernación de Boyacá, son un esfuerzo por obtener más información de la biodiversidad del departamento, “Estamos hablando de que en un año y medio, realizamos 17 expediciones en diferentes puntos de Boyacá”, cuenta Sandra Galeano, bióloga y coordinadora de las expediciones, que se han realizado en 24 municipios del departamento.
Uno de los objetivos es llenar vacíos de información en sitios donde, por distintas razones, una de ellas el conflicto, hay un potencial de conservación y desarrollo. “La idea es que el conocimiento de la biodiversidad y también de servicios ecosistémicos, servicios que nos provee la naturaleza, se recoja teniendo en cuenta dos puntos de vista”, explica Galeano para referirse al punto de vista científico y al punto de vista de las comunidades que viven en el territorio. Todo esto con el fin de generar información abierta a la gente y a los tomadores de decisiones.
El amor por las plumas
Los que estudian los pájaros tienen un ritual particular: echar chisme. Si no están identificando algún ave, cogiendo algún pajarito que haya caído en una “red de niebla”, grandes mallas como de volleyball en medio del bosque que funciona para atrapar aves o murciélagos, o registrando cantos con micrófonos y grabadoras, ellos están hablando de anécdotas de otras salidas de campo, de la situación del país o de sus cuentos personales.
Pero entre chismes e historias, el tiempo se pasa rápido, hasta que llega la primera captura. Esta vez cayó un pajarito verde.
—Cryptopipo holochlora.
—No, no lo conocía… este bicho hizo la salida. ¿Te pusiste feliz cuando lo viste?
—Sí, mucho. De hecho bailé.
—¿Pero de ese man qué hay en colecciones?
—Hay uno en Medina [Cundinamarca], pero nada de Boyacá. Que haya uno de Boyacá ya es supremamente relevante…
Cryptopipo holochlora Foto de Felipe Villegas
Mientras conversan, unas manos abren la Guía de aves de Colombia de Fernando Ayerbe-Quiñones, y señalan un mapa de distribución de la especie.
— Está casi hasta Meta. Ahora llenamos el vacío de Boyacá. ¡Por eso colectamos!
Es de este tipo de situaciones en las que radica la importancia de las colectas y los nuevos registros en alguna región, “Este país tiene una cantidad de ecosistemas que ofrecen una variedad impresionante de hábitats y de especies. Estas expediciones son fundamentales para seguir aportando conocimiento a la biodiversidad que tenemos en el territorio”, explica Daniela Gómez, ornitóloga e investigadora invitada a esta expedición. Reconocer esta diversidad, de aves, por ejemplo, hace de Colombia el primer país más biodiverso.
Las manos de un investigador sostienen un ave que cayó en la red de niebla. Foto de Felipe Villegas
Su inmensidad de colores y plumajes convierten a las aves en un organismo carismático. De ahí que tengan tantos fans en el planeta y que hasta septuagenarios de todo el mundo “vuelen” a países como Costa Rica o Colombia a hacer avistamiento de aves. Este vasto interés por las aves pueden darle al país un potencial dentro del turismo científico.
Y sí, aunque, como a muchos otros, ese atractivo de las aves también enamoró a Sebastián Pérez, un ornitólogo que camina a pasos de gigante entre el monte, hay otros aspectos de las aves que él ha conocido más de cerca y que lo han dejado sin aliento. “A medida que voy conociendo más de ellas, me enamoro mucho más porque las comprendo como organismo”, explica Pérez, investigador del Humboldt, para referirse a sus características fisiológicas, su historia evolutiva y la capacidad de adaptación de estos organismos.
La paciencia color verde
Pero mientras esos ojos siguen deleitándose con las aves, hay otros especímenes, también humanos, que conviven en el silencio de las selvas. Quizás es mejor llamarlos Homo botanicus — con guiño al largometraje de Guillermo Quintero— una especie que agudizó el ojo y su cabeza para hablar con las plantas.
De cerca les preguntan cómo son sus hojas. Si son simples o compuestas. ¿Cómo están ubicadas? Es decir, si se alternan o se oponen una frente a otra. Acercan sus narices a un pedazo de hoja, porque guardan en su cerebro un archivo de olores que dan pistas para saber qué es. Y miran al suelo y al dosel del bosque para pillar flores y frutos. “Me parece muy interesante cómo están organizadas, cómo están estructuradas, cómo han evolucionado para adaptarse al ambiente y a los ecosistemas actuales”, explica Sofía Gómez, botánica de la Universidad Industrial de Santander.
—Esta es una rubiaceae
—¿Por qué?
—Porque, sus hojas son opuestas y tienen una estúpula entre los peciolos. Algo característico de la familia.
Los Homo botanicus como Sofía le siguen la pista a las “matas”. Desde helechos hasta orquídeas. Se acercan con tijeras podadoras para obtener colectas que deben tener ciertas particularidades, como que tenga flores o frutos, “porque si está solo vegetativo es más difícil identificar”, explica Gómez, mientras guarda una de las muestras con delicadeza de porcelana en una bolsa plástica que va a parar a un costal de fique.
En su diversidad e historia evolutiva, se cree que, hace unos 500 millones de años, las primeras plantas que conquistaron la tierra eran “no vasculares”, o no tenían un sistema desarrollado para transportar líquidos, como lo haría un árbol. Es decir, como explicaban en la clase del colegio, no tenían xilema ni floema. Pero fueron el sustento para que nuevas formas de vida conquistaran la tierra.
Los ojos de una botánica observan un helecho de cerca. Foto de Felipe Villegas
Antes, cuando los abuelos eran niños, era común ir a buscar musgos para tapizar los pesebres. Hoy ya no lo es, pues más importante que ser una decoración, plantas sin xilema ni floema, como los musgos, tienen un rol vital: regular el agua. Para Diego Moreno, un especialista de la Universidad Pedagógica y Tecnológica de Tunja, -UPTC- en este tipo de plantas, las “briofitas”, son ellas las que funcionan como un tanque de agua para la vida en los bosques, “ya que almacenan grandes cantidades de agua que las aprovechan todos los organismos”.
Observarlos y tomar notas sobre los Homo botanicus es como hacerlo sobre un grupo de venados en un páramo. Caminan lentamente, sin afán, mientras llevan su cabeza cerca a las matas y de vez en cuando las alejan para ver su alrededor.
Una luz en medio de la oscuridad
Si bien para los amantes de las aves o los Homo botanicus la acción ocurre en el día, hay un grupo que prefiere hacerlo cuando el sol se esconde. Cuando ya todos los demás han pegado el ojo y lo que queda es oscuridad, una luz aparece entre charcas y matorrales del paisaje. Estos Homo sapiens son herpetólogos; salen a eso de las 7:30 pm a buscar animalitos que saltan y cantan o que reptan en la hojarasca y ramas de los árboles.
— Esa, que hace como un pato “guack, guack, guack”. Esa es Boana lanciformis
— Jajaja ¿Boana lanciformis?
— Sí, y la que suena de fondo, que hace como un pollito “chick, chick, chick... chick, chick” se llama Dendropshophus mathiassoni, esa sí es endémica de los llanos de Colombia.
Boana lanciformis foto de Felipe Villegas
El ojo de un herpetólogo se ha adaptado a las condiciones. “Uno con el tiempo, de tanto ver animales, tiene impresa la forma”, dice Andrés Acosta, curador de las colecciones de anfibios en el Instituto Alexander von Humboldt, mientras hace un barrido milimétrico con un haz de luz que sale de su frente, entre las ramas y hojas de una planta . Acosta, que ha caminado desde el bosque seco de la Guajira hasta las selvas amazónicas o de la humedad del Pacífico hasta los llanos de la Orinoquía desde hace 25 años, tiene claro por qué hace lo que hace, “Cada vez que uno va visitando sitios se da cuenta, como dice el dicho ‘mucho sé que poco sé y no sé de nada’, entonces ahí es donde uno se apasiona”.
Investigadores salen en la noche a buscar anfibios y reptiles. En medio de la oscuridad, la luz de sus linternas son sus ojos. Foto de Felipe Villegas
En medio de la lobreguez y el sonido de la manigua, se escuchan los pasos entre el lodo de estos individuos. Caminan lentamente entre la humedad, con los ojos y los oídos bien abiertos, hasta que de pronto un brillito del color de una mandarina aparece en medio de un arbustal, y sin pensarlo dos veces sus manos ágiles se abalanzan sobre su objetivo. “Para cogerla se necesita tener decisión. También mucha suavidad y delicadeza con el bicho, para no maltratarlo”. El “bicho” es una rana, así las llama Azaris Paternina, una bióloga especialista en ecología de anfibios.
— Esa la quería ver, la Boana punctacta
— ¿No habías visto “punctacta”?
— Sí, pero quería verla otra vez
Cada registro de un animal tiene un montón de información, que va desde el punto geográfico donde fue encontrado y las características del organismo colectado hasta la descripción del sitio, si fue en un árbol, un arbusto, si era húmedo o si estaba seco. Al final, cuando esta información es procesada, cada colecta es una pieza de un rompecabezas que da pistas sobre el estado de un ecosistema, conocimiento para la conservación. "Esto es como una biblioteca sin escribir", afirma Acosta, pues de cada ecosistema tiene mucho qué decir, incluso cuando no se encuentra nada, porque esa también es información.
De regreso, para comenzar otra vez
Después de cada jornada, los Homo sapiens y Homo botanicus regresan al origen: la estación. Allí, sentados en grupos, ellos guardan y preparan las colectas. Las plantas, todavía un poco húmedas se guardan entre noticias y clasificados. Cada muestra es envuelta en folios de periódicos, no si antes anotar aquellas características que se perderán luego de que entren a un horno para retirarles el agua de sus tejidos: color de las flores, los frutos y otras tantas que desaparecerán por el calor. El destino final será un herbario, que entre gavetas, guardará el conocimiento que proporcionan estas plantas ya identificadas.
Pero la historia que sucede entre las manos de los ornitólogos y los herpetólogos es distinta. En sus manos queda la vida de algunos animales que trajeron del bosque. “Lo hacemos desde la ética y la responsabilidad”, comenta Sebastíán Pérez, —¿recuerdan a Sebastián de pasos agigantados?— De cada salida al campo se trae un puñado de datos en bruto que tiene un fin, “Todo esto va a aportar información para los ecosistemas de nuestro país y de la región como Boyacá”, explica Pérez. Para él, el “colectar por colectar”, cada vez que hay que ir a ver aves, no hace parte de sus valores como científico, “si nosotros garantizamos que toda esta información va a tener la mejor calidad, con el tiempo no tendrá que hacerse más”, agrega. Al final estos registros llegan a museos de historia natural, como el del Instituto Humboldt en Villa de Leyva, para que puedan ser consultados y responder preguntas que pueden involucrar hasta ADN antiguo.
Después de campo, todos los invesigadores preparan y procesan las muestras. Foto de Felipe VIllegas
Irse en el plan de observar a especies que observan otras especies despierta emociones profundas cuando se entiende que al final es la pasión lo que las mueve. Esa ansiedad de salir a campo sin saber qué esperar y qué encontrar, incluso si es antes de que salga el sol, si es en la noche, si hay que almorzar frío o si hay que tener picadas de mosquitos por toda la frente, es la que da el impulso para querer ir al monte.
Pero detrás de esa pasión, hay una necesidad racional con afán de saber y conocer más de dónde vivimos, de lo que nos rodea, de lo que tenemos. Pues, como dice Acosta, “el tema es que el que sabe lo que tiene sabe lo que cuida. El problema es que en Colombia no estamos conociendo lo que tenemos, no sabemos qué cuidamos. Estamos perdiendo más rápido de lo que conocemos”.
Las fotos son tomadas por Felipe Villegas y el Instituto Alexander von Humboldt
Efraín Rincón es biólogo y periodista científico. Ha escrito para diferentes medios sobre ciencia y medio ambiente. Es coproductor de Shots de Ciencia, una plataforma de divulgación científica.