¿Su nombre es?
Por Camila Moreno
Para que un hombre cree vida a través de la alquimia es necesario hacerle un pequeño agujero a un huevo negro de gallina y cambiar la clara por dos gotas de sangre del dedo pequeño. Después, con un cuadrado de pergamino tan delgado como un hilo, sellar el orificio y sembrar el huevo en caca, al lado de la ventana, para que la luz de la luna de marzo caiga sobre él. Finalmente, durante treinta días toca ponerle flores de lavanda cerca y la última noche susurrarle un nombre para que por fin el pequeño hombre nazca.
En esta ocasión, la última noche el huevo rodó por la ventana y fue a dar al estanque, debajo de una rana babosa verde oliva de lunares marrones que dormía tranquilamente.
A la madrugada un leve crack se escuchó, la rana se despertó y encontró un objeto extraño bajo su vientre rompiéndose. La rana no aguantó la curiosidad así que con su pegajosa lengua levantó la cáscara. Un pequeño humano con un cuerpo perfectamente formado salió. Medía ocho centímetros, tenía la piel tersa, ojos grandes y brillantes y una fina pero abundante cabellera.
La gran rana al ver con sus ojos saltones aquel pequeño y extraño ser, que en vez de ancas tenía piernas, sintió ganas de vomitar. "¿Qué era eso tan horrible?"... Le dio tanto miedo aquel ser, muy diferente a ella, que huyó del lugar dejando al homúnculo solo en el mundo.
Una gran tristeza sintió el pequeño humano, quien parecía ser su madre huyó, aunque nada en común tenían. Sin embargo, era el primer ser que conocía. "¿Quién era él?" rana definitivamente no parecía ser. Y ya que mamá no le iba a explicar qué hacía en aquel lugar, empezó a deambular buscando compañía.
El sol apenas estaba en el cielo, las luces del día alegraban el camino del hombrecito cuando de pronto oyó unos murmullos. El pequeño hombre decidió seguir el sonido y entre las hojas vio unos anfibios de colores muy llamativos, patas cortas, cuerpo y colas largas, su piel era fría, tan fría que parecía pegajosa, eran tritones; estaban hablando de su larga noche de trabajo.
—¡Crestatus! Mira todos los insectos que atrapé, son uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis.
—Fuoco, es mejor que no sigas contando, estoy seguro de que te he ganado—lo interrumpió Crestatus.
Qué colores tan lindos tenían ese par de amigos. Crestatus era amarillo con negro y tenía una gran cresta que empezaba desde su cuello. Fuoco era negro y su vientre rojo intenso. Esos colores cálidos parecían invitar al pequeño hombre a participar de la conversación, estaba seguro de que estos dos animales no lo iban a rechazar.
—Hola, espero no estar interrumpiendo, pero me siento solo y busco nuevos amigos, dijo el pequeño homúnculo.
—Pero, ¿quién eres tú? ¿Quién un rostro redondeado, nariz pequeña, frente ancha, y no es de colores que llamen la atención?—dijo Crestatus.
—No tienes cola, cuatro patas, ni cresta, no eres como nosotros, que somos toda una belleza. Las mujeres mueren por nosotros, pero a ti te matarían. Eres tan feo, que es mejor que te vayas corriendo antes de que te vean —afirmó Fuoco y los dos tritones cayeron al piso de la risa, burlándose de aquel ser tan diferente a ellos.
Qué mal se sentía el pequeño hombre, había sido rechazado otra vez. ¿De verdad su piel suave, rostro aniñado eran tan aterradores? El homúnculo no comprendía porque era tan diferente, así que se acercó al estanque para mirar su reflejo, de pronto podría descubrir de dónde venía, quién lo había concebido.
Mientras se miraba en la superficie del agua pensaba porque le tenían tanto miedo, por qué el miedo es tan difícil de superar que preferían huir de él o tratarlo mal. Mientras pensaba todo esto, una gran carpa de color naranja y manchas blancas, lo miraba desde el fondo del estanque. Estaba muerta de hambre y aunque el pequeño hombre no se le antojaba como un delicioso manjar, al menos podría calmar su estómago que ya hacía ruidos tormentosos.
El homúnculo reaccionó a último minuto y alcanzó a esquivar a la gran carpa que se lo quería devorar, cayó hacia atrás y por toda el agua que el pez salpicó, la tierra en la que cayó se convirtió en un lodazal. Estaba sucio, congelado y asustado ¿qué mundo tan cruel era aquel que si no era rechazado podía ser devorado?
Comenzó a caminar buscando un refugio y encontró un hoyo bajo unas rocas, tal vez ese podría ser su hogar. Pero, tan de malas como desde el primer momento, en ese hoyo ya vivía una musaraña que era de muy mal genio. Musgo, que así se llamaba, había tenido unos malos días, en su búsqueda de alimento se había acercado mucho a la casa cerca al estanque y le habían dado una paliza.
—Pero, ¿qué es esto? No fue suficiente con echarme a escobazos, ¿ahora mandan a uno de los suyos hasta mi propia casa para seguir con este tormento? Aunque lo parezca, no soy un ratón, ¿acaso no pueden ver mi largo hocico como un embudo? no voy tras su comida, solo de insectos me alimento–le gritó Musgo al hombrecito.
—No sé qué te pasa ¿Quiénes son esos seres de los que hablas?—. El pequeño hombre no entendía de quien le hablaba, él había llegado solo al hoyo, nadie lo había mandado.
Musgo lo miró con desconfianza, eran ya tantos los hombres que lo habían tratado mal, que no le creía, así el que tuviera en frente fuera tan pequeño.
—A pesar de tu tamaño, te pareces tanto a ellos… solo tienes pelo en la cabeza, de resto tu cuerpo es calvo. Tu aspecto te hace ver indefenso, pero sé que me engañas, al igual que todos los hombres, haces uso de tu ingenio y creas herramientas para atraparnos. Sal, sal ya de mi hogar, no eres bienvenido—. Y dichas estas últimas palabras la musaraña desprendió un olor infernal, que hizo correr al pequeño hombre, más rápido de lo que llegó, de ese lugar.
Tal vez hasta ahora todo había salido mal para el pequeño humano, pero de algo se había enterado en ese último encuentro desafortunado: él no pertenecía al estanque, él era un humano y pertenecía a una casa que estaba cerca de ahí, solo debía buscarla.
Caminó y caminó hasta que se estrelló con un gran roca blanca, cuando miró hacia arriba se dio cuenta de que no era una roca, era una pared de madera donde además en lo alto, tenía una ventana de la cual salían unas voces que parecían llamarlo, o al menos eso era lo que desde el fondo de su corazón, más deseaba. Pero no sabía cómo subir hasta esa ventana, no podía hacerlo de un brinco, al fin y al cabo no era una rana, tampoco podía caminar por la pared como los tritones.
Debía buscar ayuda, de pronto de algún insecto que volara. Justo en ese momento un zumbido le llegó a sus oídos, era una libélula de cuerpo color rojo y alas casi transparentes excepto por una mancha amarilla que las atravesaba. Ella lo podría llevar volando hasta la ventana, pero no podía presentarse así no, eran muy diferentes y por experiencia propia, su aspecto la podría asustar, debía idear un disfraz.
Necesitaba color para el cuerpo, algo que parecieran alas y antenas y necesitaba diseñar para sí otros cuatro brazos, seguro que con toda la vegetación que había en el estanque algo iba a encontrar. De pronto con los pétalos del Jacinto de agua se podría cubrir, pero eran de color morado y aunque ese color le encantaba quería parecerse lo más posible a la libélula escarlata, así que otro tipo de flor era lo que necesitaba.
Cerca de la orilla había una flor de nenúfar, sus sépalos que eran blancos, sus pétalos rojos y sus estambres amarillos servirían para el disfraz. Para las patas podría usar césped ribereño ya que por la delgadez de sus hojas podría funcionar, solo faltaba unirlo todo y listo el disfraz. Recogió un poco de telaraña abandonada entre el césped y empezó a trabajar.
Con dos pétalos rojos que tenían forma alargada se hizo un vestido que ocultaba sus piernas, dando la sensación de que tenía un tórax y abdomen muy largos, como el de la libélula. Los sépalos blancos a los que más se les veían las venas los escogió para hacer sus cuatro alas y los pegó a la espalda del vestido con la telaraña. Hizo cuatro orificios a cada lado del pétalo frontal y por ahí enhebró el césped, para que parecieran los brazos que le hacían falta. Con otro poco de césped se hizo una tiara y se la amarró a la cabeza para sostener los estambres que harían de antenas.
—Hola— fue todo lo que el hombrecito pudo decir, su mente quedó en blanco, sentía tanto miedo que su plan no funcionara, que todo lo que había pensado lo había olvidado.
—Hola, me gustan tus alas blancas ¿cómo te llamas?contestó la libélula, parecía que algo le divertía, al menos no se había asustado.
—Me llamo… me llamo… la verdad no sé cómo me llamo—dijo el pequeño hombre, que nunca se había hecho esa pregunta. Ya sabía que era una persona, que era ingenioso y sabía cómo aprovechar la naturaleza para hacerse un disfraz, pero ¿cómo se llamaba? Le hacía falta un nombre porque era lo que daba significado a su existencia.
—Te llamaré Pétalos, si no te importa, ya que te pareces a una flor como esas que flotan en el estanque.
Al hombrecito no le importaba como lo llamara la libélula, estaba haciendo su primer amigo y era lo que más había deseado. Se la pasaron el día hablando, el pequeño hombre contó todas las aventuras que había vivido durante el primer día de su vida. Al final los dos reían, al mirar atrás no todo parecía tan malo pero se hacía tarde, los colores del día se apagaban e iba siendo hora de irse a dormir.
—Debo irme, pero antes ¿Quieres que te lleve a tu casa? Puedo llevarte volando hasta la ventana.
—¿Cómo sabes que esa es mi casa? —preguntó el hombrecito sin comprender que pasaba.
—Aunque estés disfrazado te reconocí, tú eres el homúnculo que se perdió de esa casa, he visto al hombre que vive ahí cómo te ha buscado por todos lados—contestó la libélula. —Me gusta tu disfraz, pero no engañas, con esos sépalos tan pesados era imposible que volaras.
—Entonces…¿No te asusté como a los demás? —. El pequeño ser humano no lo podía creer, la libélula no había corrido cuando lo había visto, a pesar de su extraña apariencia poco animalesca. Había hecho una amigo siendo él.
—No me asustas, de hecho, me gustan los humanos porque me traen suerte y fortuna, lo que quiere decir, que gracias a ti, he tenido un buen día y por eso pienso devolverte el favor, llevándote a la ventana de esa casa.
Dicho esto, la libélula movió sus cuatro alas al tiempo, tomó al hombrecito por los brazos y voló hacia delante y hacia atrás, estabilizando el vuelo, luego hacia arriba y a la izquierda guiándose por la luz artificial que salía de la ventana y lo dejó en el marco. El pequeño hombre se fijó en el interior y vio a un ser humano mucho más grande que él que lo miraba llorando de la emoción.
—Soid, mi más hermosa creación, has vuelto a casa.
Fin
Camila Moreno es diseñadora industrial y docente, vive en constante búsqueda de nuevos retos para crear y lograr que la imaginación se haga realidad. Tiene experiencia en diferentes áreas de diseño como identidad corporativa, mobiliario, ilustración digital y joyería, además en la creación y direcciónde un taller creativo para niños.
“Siento gran pasión por la escritura creativa y la ilustración para niños, por eso estoy terminando mi especialización en Literatura Infantil y Juvenil”.
Las ilustraciones son de Raúl Orozco
Este cuento es resultado de los talleres virtuales de escritura creativa para contar la ciencia, que Todo es Ciencia realizó durante mayo y junio de 2020.