La gente se ha quejado toda la vida del clima, algo evidente en la historia de la literatura universal. Incluso antes de que el calentamiento se convirtiera en un tema de conversación popular, la mucha lluvia, la sequía, un día soleado, una tormenta eran tema de análisis detallado entre la gente, tal vez para “romper el hielo” (otra expresión climática) o porque sinceramente la incertidumbre que producen los meteoros, es decir, los eventos atmosféricos, nos genera esa necesidad de hablar de ellos, conjurarlos, normalizarlos.
Hoy nos sentimos aliviados de cierta forma con las explicaciones de los científicos de que, en efecto, el clima “está cambiado”, porque esa era y es la sensación permanente que experimentamos los humanos cada día: es la única forma que tenemos de explicar algo difícilmente parametrizable para nuestra experiencia cotidiana. Curiosamente, la percepción de los eventos climáticos y su sistematización mental es una de las menos precisas en nuestra cultura oral y uno de los fenómenos más distorsionados en nuestra memoria. Cada aguacero que nos atrapó en la calle sin paraguas o resguardo se convierte en el peor de los últimos años, cada día de sol brillante en el más caliente, cada creciente del río en el peor desastre. Pero rara vez es cierto…
Uno de los factores que distorsiona fuertemente nuestra modelación climática mental, además de las fallas de la memoria para mantener información organizada y coherente acerca de las decenas de eventos que constituyen los tiempos, es el cambio en nuestra exposición a ellos: somos más variables que la mayor variabilidad meteorológica posible. Hoy en día, la gente cambia de domicilio con mucha mayor facilidad que en el pasado, se desplaza diariamente a sus trabajos mucho más lejos que antes y experimenta condiciones muy heterogéneas de temperatura, humedad, circulación del viento o del agua, lo que impide construir un modelo mental apropiado. En la ciudad, acabamos mezclando los parámetros del aire acondicionado de una oficina caribeña y percibiendo el sol de afuera como una experiencia congelada. Peor, tenemos información fragmentada de eventos extremos distantes a través de las redes, lo que hace que incluso un conocido presidente argumente que no existe el calentamiento global porque está nevando en la Casa Blanca, al tiempo que en Alaska el hielo del invierno se derrite a 20° C por encima de la temperatura promedio en invierno.
En el campo, la experiencia de los habitantes y productores rurales es un poco más consistente, pues la persistencia y repetición de actividades en un predio, al menos en las miradas convencionales de la agricultura, la pesca o la recolección, permite construir modelos coherentes del cambio a partir de la sistematización de indicadores como los niveles de crecimiento de los cultivos, la maduración de los frutos, el nivel de agua en las ciénagas, la migración de los peces o las temporadas de canto de las chicharras. Pero aun así, la variación multianual resulta fácilmente distorsionada y tras 10 o 20 años de vivir en el mismo lugar es imposible diferenciar la variabilidad natural de los fenómenos de aquella eventualmente causada por otras fuentes. El cambio climático es casi imperceptible a escala humana, e incluso las imágenes de los huracanes en las pantallas del televisor no son sino señales puntuales de un comportamiento atmosférico cuyo grado de variabilidad apenas estamos entendiendo. Igual sucede con los deslizamientos, las inundaciones o las grandes sequías, que hasta el momento sólo pueden ser considerados eventos extremos dentro del comportamiento de largo plazo del planeta.
El cambio climático existe, es indudable. Pero la conciencia de sus expresiones y efectos es aún incipiente: casi todo lo que hoy experimentamos es la variabilidad climática que somos incapaces de reconocer en sus extremos. Las verdaderas anomalías están por venir y sólo con un sistema de observaciones riguroso y ateniéndonos a los análisis estadísticos y los modelos de los expertos sabremos qué tan graves son para el planeta. Es bueno seguir conversando en los taxis y las reuniones acerca de lo terrible que está el tiempo, lo “cambiado” del clima, pero con la seguridad de que estamos equivocados, porque la ciencia climática del juanete adolorido es divertida, nos ayuda a mantenernos alertas, pero no funciona.
Brigitte Baptiste es la Directora General del Instituto de Investigación de Recursos Biológicos Alexander von Humboldt. Actualmente es miembro del Panel Multidisciplinario de Expertos de la Plataforma Intergubernamental Científico-Política sobre Biodiversidad y Servicios de los Ecosistemas (MEP/IPBES) en representación de América Latina. Ganadora del Premio Príncipe Claus 2017 por su trabajo en ciencia, ecología y activismo de género. Ilustraciones de Lina Arias para Todo es Ciencia. Las opiniones de los colaboradores no representan una postura institucional de Colciencias. Con este espacio, Todo es Ciencia busca crear un diálogo para construir un mejor país.