Por Julián A. Fernández Niño
Como tal vez nunca en la historia de Colombia, los epidemiólogos han sido convocados a la esfera pública por los políticos. Esta relación no es nueva, pero tal vez nunca había llamado tanta la atención. Para muchos epidemiólogos, sin embargo, no ha sido tan fácil. Una lectura personal.
A la salud pública llegué primero por curiosidad científica, los números que la carrera médica me habían hecho abandonar, surgían ahora como una posibilidad de entender el mundo de la salud, nueva y fascinante. Me apasionaban los mapas, las tablas, y más tarde: las ideas. Ya no se trataba solamente de procesos fisiopatológicos, supuestamente claros (aunque luego descubriría que no lo eran tampoco), sino de relaciones mucho más complejas. Era la política, la Historia (con mayúscula), la conducta y el ambiente, todo junto, vinculado con la biología y la clínica. La epidemiología fue primero para mí la obsesión por sugerir y buscar relaciones, por entrar al mundo de las preguntas y la incertidumbre.
También terminé allí porque estaba extraviado vocacionalmente, sentía una impotencia insoportable por la clínica. Mi primera paciente en la Clínica Lleras Camargo fue una anciana con un accidente cerebrovascular que no podía hablar, pero señalaba su dolor desesperadamente con un movimiento frenético sobre pecho y abdomen con las manos arrugadas, y yo supe ese día que tal vez no podía tratar ese dolor, pero que sí quería evitarlo. Me daba ilusión pensar que podría evitar que muchas señoras como mi paciente llegaran al hospital si me hacía un buen epidemiólogo. Llegué a la salud pública a los 18 años con la premisa de que transformar el mundo era posible y pensé que a través del conocimiento epidemiológico podía hacerlo.
Esta idea fue al tiempo el primer motor y desengaño de mi juventud.
Muchos años más tarde, a mis primeros estudiantes traté de despertarles la pasión en la epidemiología o la salud pública, sugiriéndoles con grandilocuencia que podrían reducir la mortalidad materna, corregir las injusticias y proteger a los que más sufren usando el conocimiento epidemiológico. La mía era entonces una narrativa ingenua del heroísmo intelectual. Ingenua porque no sabía, aunque creo que ahora que lo he vivido lo entiendo menos, cómo funcionan las decisiones en salud pública, cuáles son los incentivos, cuál es el verdadero papel de la evidencia y cuáles son realmente los intereses que determinan todo.
Tengo ahora la oportunidad de vivir una de las grandes pandemias de los últimos 100 años. Esta pandemia ha retado mi desilusión, ya que ha hecho evidente la inmensa credibilidad y confianza que la ciencia tiene todavía en el mundo, a pesar de los esfuerzos de los movimientos anticientíficos y la arenga de algunos mandatarios demagogos. De no existir la ciencia, los modelos y las tecnologías derivadas de ella y los sistemas de información, no hubiéramos tenido siquiera aviso y la enfermedad habría llegado a nosotros antes de que lo supiéramos, y tal vez solo hubiéramos aplicado medidas ad hoc una vez que las muertes fueran tantas que se hicieran evidentes para todos.
Asistimos hoy a algo inédito y global. Los políticos, en todos los niveles, convocan a los académicos, se organizan comités de asesores, los medios de comunicación y la opinión pública escuchan en su mayoría a los investigadores. Algunos políticos hablan de la evidencia, y los mejores mencionan la incertidumbre, la duda y el autorevisionismo como valores científicos. Pareciera que socialmente reconocemos que la ciencia, aunque por sí sola no nos baste, puede orientarnos hacia una salida a esta emergencia sanitaria.
Sin embargo, una política informada científicamente no convierte a la política en una ciencia. A lo mejor esa ilusión de cierta tecnocracia moderna de hacer una política sin ideologías y valores no solo no es alcanzable sino que es poco deseable. Corresponde a la ciencia ayudar a establecer los hechos del mundo, pero es la sociedad quien determina cómo queremos que ese mundo sea, y ahí es donde surge la política. Sin embargo, en el caso de la salud pública, aunque esta tenga bases científicas, no está libre de valores, hay una agenda, una noción de justicia, promovemos los derechos humanos, la equidad en salud, el aseguramiento universal y la lucha por el bien común.
Es válido, y necesario, que la ciencia pretenda aportar evidencia que sea más “objetiva”, al menos en el sentido de que sea evaluada con independencia de la postura de los investigadores y exenta de ideologías, y en la que se le dé peso a los hechos mismos antes que a las interpretaciones derivadas de los mismos. Sin embargo, en salud pública, la traducción de estos hechos en decisiones, que por lo demás siempre son inciertos y cambiantes, así como dependientes de contexto, necesariamente representan una cuestión política. En salud pública, los hechos cobran sentido con relación a unos valores compartidos. Se pueden medir las desigualdades, pero adquieren valor de inequidades cuando se les juzgan.
El problema es que una vez que la evidencia científica es apropiada por la política (como ejercicio social) no necesariamente sigue sus mismas reglas de escrutinio, transparencia, búsqueda incesante de evidencia y revisionismo, pilares reconocidos de la ciencia. En el ejercicio político se suelen defender decisiones pasionalmente o con base en marcos ideológicos que pocas veces son autocríticos. Pocas veces se reconocen los errores, pues tienen un alto costo electoral, de tal modo que, aunque una decisión tenga una base científica, su defensa política no suele ser científica, ni cambia a la misma velocidad que el conocimiento. También existe el riesgo de que los académicos sean instrumentalizados para validar posturas o usados como argumentos de autoridad, que no es precisamente algo que apreciemos en ciencia, aunque no estemos exentos de ello.
Un vestigio del pensamiento mágico inclina a algunos líderes a presentar a los científicos como los ancianos sabios de la tribu y no a explicar el proceso de generación de conocimiento y su apropiación a las decisiones. Al tiempo, hay un movimiento anti-intelectual que compite, rechaza la complejidad, desconfía de la ciencia y promueve modelos simplistas de la realidad. A todo esa frustración y dificultad debe enfrentarse el investigador que se aproxime a la política.
Tampoco podemos idealizar a los investigadores. Somos susceptibles a los mismos sesgos cognitivos y políticos que todos, aunque confío en que quien defiende la incertidumbre es menos propenso al fanatismo y más capaz de cuestionar sus propias posturas, pero lo cierto es que hay académicos de todo tipo y no siempre la competencia en un campo del conocimiento nos hace hábiles en otros, ni más justos ni más éticos ni mejores personas. También es cierto que a veces somos injustos con la inmensa carga que los funcionarios públicos tienen: arriesgan su reputación, su tiempo personal, su salud mental, y a veces trabajan con recursos limitados y realidades complejas, siendo muchas veces culpados de cosas que a menudo escapan de su control.
La academia, con sus luces y sombras, representa el mayor desarrollo cultural de la Historia y de la evolución misma de la especie humana. Esta pandemia será resuelta con la articulación imperfecta pero indispensable de la ciencia con la sociedad. Aunque el conocimiento sea siempre imperfecto, es mejor que la ausencia del conocimiento o que la narrativa de la mentira. Este reconocimiento de la imperfección del pensamiento científico es lo que lo hace mejor, permite que sea cuestionado y refutado aquello que ya no es sostenible, obteniendo así cada vez mejores sistemas explicativos. La ciencia nos ha permitido resolver problemas complejos, desde entender cómo envejecen las estrellas hasta reducir aquí y ahora el sufrimiento humano. Esta vez no será diferente.
Ya no soy el niño que creía que la ciencia podría transformar el mundo, soy el hombre que cree que tiene que intentarlo.
Julián Alfredo Fernández Niño es médico y doctor en epidemiología. Es profesor del Departamento de Salud Pública de la Universidad del Norte, coordinador de la “Red Migración y Salud”. Desde el comienzo de la pandemia, ha incursionado en la divulgación científica.
Las ilustraciones son de Valentina Nieto
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