por Andrés Carvajal
Con el COVID-19 ahora lo normal es lo raro y lo raro es lo normal.
Me parece muy raro cuando entro al Justo y Bueno o al D1 y por algún descuido no me toman la temperatura, siento que seré el epicentro de la extinción de la humanidad. Lo normal es que antes de entrar te disparen con el termómetro tipo pistola en la muñeca o en el cuello, donde la lectura es inexacta, y no en la frente o en la sien como lo recomiendan los médicos, porque el termómetro tiene un láser que nos quemará la pupila y hasta el cerebro, según lo aprendimos en las redes sociales y cadenas de WhatsApp. La verdad es que estos termómetros no disparan rayos láser y no emiten ninguna radiación sino que la recogen. A través de un lente captan los rayos infrarrojos que emite el cuerpo debido a su calor y los enfocan hacia un pirómetro que convierte esta energía en señales eléctricas que se procesan para dar una lectura en una pantalla. Pero la verdad suena muy rara por estos días.
Entonces el encargado te dice que estás normal porque tienes 34°C y te hace seguir: tener hipotermia hace parte de la nueva normalidad. Muchos argumentan que tratar de detectar posibles síntomas de covid de esta manera es inutil y pone en riesgo a los empleados. Por ejemplo, los autores de este estudio concluyen que la toma de temperatura en aeropuertos para contener el covid es fútil por la mala utilización de estas tecnologías de rayos infrarrojos. Además, los casos asintomáticos y, en ocasiones, fases sintomáticas iniciales y contagiosas del covid no se presentan con fiebre. Pero ojalá no dejen de tomarnos la temperatura, perderíamos una sensación de seguridad –no importa que sea falsa– en este mundo donde los 34 grados son los nuevos 37.
Un mundo donde nos aguardan raros peligros nuevos, como la enfermedad del legionario. Un tipo de neumonía causada por la bacteria Legionella, que ha encontrado que el agua que se ha mantenido estancada por meses en las tuberías de los edificios inhabitados por las cuarentenas es muy acogedora para vivir y reproducirse. Quién se hubiera imaginado que en el agua potable, que junto al jabón es nuestra principal aliada para evitar contagios de covid por contacto, nos pudiera estar esperando otra sorpresa infecciosa cuando algunos volvieran a las oficinas, colegios o edificios públicos tras las cuarentenas. Para ponerle picante y emoción al asunto, esta también es una enfermedad respiratoria que puede tener síntomas similares al covid. Entra a los pulmones cuando se inhala rocío o vapor de agua contaminado por la bacteria. Por fortuna, no se transmite entre personas y la bacteria puede eliminarse con cloro o calentando el agua a altas temperaturas, pero a veces no es tan fácil deshacerse de ella como explican en este artículo del New York Times en el que advierten del problema.
Hablando de agua contaminada, los tapabocas usados están yendo a parar al mar. Ahí juegan con los delfines y afectan a muchas especies marinas que los confunden con comida. Los turistas de varias playas del mundo ahora pueden asolearse sobre la arena adornada con tapabocas usados como conchas de caracol. Esto es lo normal, raro sería que los humanos tuviéramos un plan para esos tapabocas distinto de dejarlos por ahí para que el agua de las lluvias los arrastre a los canales y ríos que los llevan a los océanos a sumarse a las millones de toneladas de basura plástica que flotan, se unen en enormes islas como en una Pangea apocalíptica y se degradan en microplásticos que al parecer pueden llegar a los sistemas digestivos de humanos y animales.
Al menos las oficinas están generando menos basura plástica porque las reuniones de trabajo presenciales, en las que se solía consumir agua, café y refrigerios en empaques plásticos, son rarísimas y las pocas que se convocan se sienten como mero acoso laboral. Sin embargo, a pesar de la comodidad de no tener que gastar horas para ir y volver de la oficina, lo normal para los que trabajan en casa es sentir una fatiga crónica. No se trata de un cansancio solo de la mente, es además un agotamiento del alma, un spleen del siglo XXI. Varios expertos sospechan que en el diseño de aplicaciones como Zoom y Google Meet puede estar el problema. En las reuniones presenciales podíamos descansar de nuestros compañeros bajando la mirada y fingiendo que tomamos notas o embelesándonos con los movimientos de una mosca que camina, se frota las patitas y hace pequeños vuelos de reconocimiento en la sala de reuniones. En una reunión a través de una pantalla cuadriculada, se nos somete a la visión simultánea de todas las caras presentes en la reunión en un mismo plano cercano. Mejor dicho, ahora somos la mosca que observa todo al mismo tiempo a través de sus múltiples ojos miniatura. Con la cámara prendida tenemos además la agotadora incertidumbre de no saber quién está mirando el primer plano de nuestra cara en un momento dado. Todo el tiempo estamos moscas, nerviosos y sin descanso. La tecnología ya está trabajando para hacer más “naturales” las reuniones remotas, desarrollando aplicaciones que crean espacios virtuales más parecidos a los reales. Eso sí, la comodidad, sensación de libertad y sensualidad de poder estar en plena reunión remota sin calzones no será superada por ningún artificio de realidad virtual.
Estas normalidades nuevas son tan extremas que hemos llegado al punto de ser conscientes de que tenemos orejas. Antes del covid, las orejas eran apreciadas con sobriedad porque nos ayudaban a escuchar mejor e incluso a ver mejor mientras sostenían las gafas. Después del covid, estos repliegues de cartílago y piel en forma de caracol merecen ser amados con locura porque son la parte del cuerpo más comprometida en la lucha para contener el coronavirus. Las orejas sostienen de manera abnegada muchos de los modelos de tapabocas disponibles. Es falso que sin ellas no se pueda llevar tapabocas, pues hay algunos que se sostienen con elásticos sobre la cabeza, pero ahí las tiras se corren, despeinan, incomodan, mientras que las orejas siempre llevan los tapabocas de manera estoica. También es falso que evolucionaremos hacia una especie más orejona por la presión de las cuerdas de los tapabocas como sugieren algunos memes. Pero lo normal es que ahora estemos mucho más orgullosos de nuestras orejas que antes y que cuando nos duelen al llegar a casa después de una larga jornada con el tapabocas puesto sintamos la satisfacción del deber cumplido.
Andrés Carvajal. Escritor. Creador de contenidos audiovisuales. Ha escrito sátiras para diversos medios y formatos. Columnista y líder editorial en Todo es Ciencia. Hace parte de Guoqui Toqui, un laboratorio de contenidos audiovisuales. Gurú que enseña a hacer casi tan feliz como los políticos en el canal de YouTube Aprende con Muchotropico.
Las ilustraciones son de Santiago Rivas ( @Rivas_Santiago).
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