Por Eduardo Arias
Ubicarse en el universo no es sencillo. No me refiero al lugar que uno ocupa en el espacio ni en el tiempo en que nos tocó vivir. De esa información se encargan los GPS, los relojes y los calendarios. No. Me refiero a lo difícil que es tener conciencia de la verdadera dimensión de nuestra existencia. Del espacio que ocupamos como especie hablé en una anterior columna, así que ahora me detendré en nosotros como individuos.
¿Alguna vez nos hemos preguntado cuál es la probabilidad de que estemos aquí y ahora y tal como somos? O más perturbador aún, ¿cuál es la probabilidad de que hayamos llegado a existir? Seguramente nunca lo hacemos y, por salud mental, lo mejor sería no hacerlo. Pero como ejercicio de ubicación vale la pena hablar un poco de este asunto.
Cuando yo estaba en el colegio, no pensaba en esas cosas. Un día le comenté a mi amigo Gabriel Hernández algo así como “qué estaríamos haciendo ahora en este recreo si los alemanes hubieran ganado la Segunda Guerra Mundial” y él me contestó sin dudarlo que ni él ni yo estaríamos allí porque no habríamos nacido nunca. Desde entonces comencé gradualmente a mirar las cosas desde el punto de vista de las probabilidades. Si nos pusiéramos a hacer los cálculos nos encontraríamos con números tan inmensamente pequeños que podríamos llegar a decir que es un milagro que existamos.
Un caso que me encanta recordar es el encuentro entre Mick Jagger y Keith Richards en un andén de la estación de tren de Dartford, Kent. Ambos habían sido compañeros de colegio en la infancia pero no se habían vuelto a ver porque los Jagger se trastearon a otro barrio. Ya adolescentes, esa mañana se encontraron de casualidad, se reconocieron, y Mick se entusiasmó porque Keith llevaba bajo el brazo varios discos de rhythm and blues. Jagger le dijo a Richards que él también era un gran aficionado a esa música y se fueron en el tren a Londres conversando acerca de su mutua pasión. Antes de despedirse, quedaron en ponerse en contacto de nuevo. Comenzaron a tocar y así nació una amistad que tuvo como resultado el nacimiento de los Rolling Stones.
¿Qué hubiera pasado si a Keith su mamá no lo hubiera dejado salir de la casa hasta que no se cepillara bien los dientes o recogiera las cosas del cuarto y no hubiera alcanzado a tomar el tren en el que viajaría Mick? ¿Qué habría sucedido si no hubiera decidido llevar esos discos a Londres? Seguramente ese encuentro se habría limitado a un frío saludo entre dos viejos conocidos y un rápido intercambio de frases de cortesía.
Y de ahí en adelante sucedieron otra cantidad de situaciones fortuitas antes de que fueran famosos. Por ejemplo, pocas semanas después, Mick tomó la muy improbable decisión de abandonar sus estudios de economía en la London School of Economics para irse a vivir a un cuchitril con Keith y un tal Brian Jones, al que habían conocido en un club. ¿Qué habría sido si no conocen a Brian, que sabía mucho más que ellos de música y de músicos de blues y que fue determinante para que progresaran como músicos? Y, una vez conformado el grupo, ¿qué hubiera sido de ellos si no se les atraviesa en su camino Andrew Loog Oldham, quien se inventó el cuento de que ellos debían ser los chicos malos del rock para oponerlos a los Beatles y así distinguirse de decenas de imitadores del cuarteto de Liverpool? ¿Y qué hubiera pasado si Oldham no los hubiera obligado a componer sus propias canciones y los Stones se hubieran quedado interpretando canciones clásicas del repertorio del blues, tal como lo hacían decenas de grupos más en los clubes de Londres? Muy probablemente Mick habría retomado sus estudios y, con lo avión que ha resultado para las finanzas, nada de raro que hubiera ganado un premio Nobel de Economía en vez de varios discos de oro por las ventas de sus canciones. Pero lo anterior es tan sólo una mera especulación.
Una rápida mirada a estos pocos eventos que marcaron el comienzo de los Rolling Stones nos hablan de lo muy improbable que haya llegado a suceder nuestro aquí y ahora. Estar donde estamos (donde estoy yo en el momento de escribir este párrafo) es el resultado de miles de millones de mínimas circunstancias que terminan definiendo cuáles son los amigos de la vida, con quién se casa uno, si tiene esos u otros hijos, si se queda a vivir en su ciudad natal o pega para otro lado… Eso que a nosotros —salvo contadas excepciones que denominamos casualidades— nos parece apenas normal, obvio y lógico que haya sucedido, en realidad es la suma casi que infinita de circunstancias que muchas veces ni siquiera tenemos la opción de decidir.
Un ejemplo de lo anterior, que me puso a pensar de nuevo en este asunto, lo puso en clase de introducción a la biología mi profesor Felipe Guhl cuando preguntó: “¿Qué pasa si en el corazón de la Amazonía nace un niño con un talento extremo para ser intérprete de Chopin, Rachmaninoff y Liszt pero jamás llega a ver un piano en su vida?”. Ahí no hay economía naranja que valga ni es un problema de emprendimiento. Sencillamente su talento no tuvo ninguna oportunidad de desarrollarse.
Pero lo anterior no es nada si nos ponemos a examinar lo casi que infinitamente improbable que resulta que hayamos nacido, sin importar si luego fuimos un operario de fábrica, un piloto de Boeing 747 o el guitarrista de The Clash.
Un rápido rebusque en Google para encontrar alguna cifra me puso en contacto con la reseña de un texto que escribió en un blog el doctor Ali Binazir, de la Universidad de Harvard. Y lo que dice me dejó helado. Porque la casi ínfima posibilidad de que usted o yo hayamos nacido es miles de millones de veces más improbable de lo que yo hubiera imaginado.
Dice la reseña que “los seres humanos somos la combinación de un espermatozoide y un óvulo concretos y cada madre tiene una media de 100.000 óvulos fértiles durante toda su vida, mientras que el padre generó aproximadamente unos 400.000 trillones de espermatozoides totalmente diferentes por lo que la probabilidad de que el bebé que engendren sea uno y no otro es de 1 entre 400.000 trillones”.
A lo anterior debe agregarse que todos los ancestros tuvieron que nacer, crecer y reproducirse, “lo que equivale a una probabilidad de 1 entre 10 elevado a 45.000. Por último, la posibilidad de que en todas esas generaciones se unieran el espermatozoide y el óvulo que dieron lugar a uno de los ancestros es de 1 entre 10 elevado a 2.640.000.
Y para que un individuo terminase existiendo hay que sumar todas esas cifras y da un resultado de 1 de cada 10 elevado a 2.685.000. Para hacerse a la idea de la improbabilidad de que usted haya nacido, baste saber que el universo conocido está hecho con 10 elevado a 80 átomos. Dicho de otra manera: la posibilidad de que una persona termine siendo exactamente esa persona y no otra es la misma que la de que dos millones de personas se juntasen para jugar cada uno con un dado con mil billones de caras y que todos sacasen el mismo número. Es decir, una probabilidad de casi cero. Todo un milagro”.
Todos estos números no solamente generan escalofrío, sino que también nos ponen a pensar acerca de frases que repetimos a menudo como “estaba escrito que sucediera así”, “nadie se muere la víspera” o “de todas maneras eran el uno para el otro y tenían que encontrarse sí o sí”. Vaya uno a saber, en últimas, si todo lo que le sucede a una persona estaba escrito o es el resultado de la combinación aleatoria de miles de millones de sucesos que tenían una ínfima probabilidad de que sucedieran. De todas maneras, revisar estos número debería ayudarnos a valorar el simple hecho de que estemos vivos. Y también no mirar jamás a nadie por encima del hombro. Somos muchos seres humanos en el planeta. Pero todos somos el resultado de un milagro estadístico. O mejor, de un milagro a secas. Así esto último suene muy poco científico.
Biólogo dedicado a las comunicaciones. Eduardo Arias ha escrito como periodista acerca de temas de medioambiente y divulgación científica. Ha escrito libros y publicaciones para el Inderena y el Instituto Alexander von Humboldt. También ha escrito varios libros de humor político y fue libretista y argumentista en el programa Zoociedad. En la actualidad es periodista independiente y ejerce el cargo de defensor del televidente de Señal Colombia. Ilustraciones de Power Paola para Todo es Ciencia. Las opiniones de los colaboradores no representan una postura institucional de Colciencias. Con este espacio, Todo es Ciencia busca crear un diálogo para construir un mejor país.