Por Brigitte Baptiste
Hasta bien avanzada su historia, las sociedades rurales europeas crecían en franca lucha contra los lobos silvestres, al punto de que muchas de ellas lograron erradicar poblaciones enteras de un animal mítico y casi que la especie completa. En ello jugaron un papel muy importante las narrativas y la fantasía con las que se construyó la maldad del animal, su voracidad y capacidad de atacar en grupo incluso a plena luz del día: los pastores a menudo veían venir al lobo… Otros grandes animales del viejo continente eran también visibles por sus hábitos preferentemente diurnos, pues buena parte de los grandes herbívoros y de las aves, por ejemplo, necesitan ver para comer. Otra parte de la fauna desarrolló sensores adecuados para diferentes tipos de ambiente y agudizaron el olfato y el oído para colonizar la noche y probablemente ello representa parte de la explicación de la extrema biodiversidad ecuatorial colombiana: convivir entre decenas de competidores en medio de selvas y bosques requiere habilidades complejas para detectar y no ser detectado.
Las especies han desarrollado tanto estas habilidades que durante el día es casi imposible ver animales en las selvas colombianas. Los turistas se quejan: no hay leones ni jirafas ni cebras como en los safaris de la televisión y en cambio sí miríadas de zancudos se despachan contra los incautos que sudan, caminan y se tropiezan por un ambiente llamativo. Al final de la tarde probablemente se enfrentarán a otro animal invisible, que enterrado en los pliegues de la piel les recordará por semanas su aventura tropical.
Para muchos pueblos nativos de la selva “ver” es un concepto diferente. Los ojos requieren entrenamiento especial ante la complejidad del ambiente, pero el cerebro también: de ahí la invención perturbadora pero maravillosa del yagé o el uso de muchas otras plantas sagradas que conectan de manera misteriosa el mundo con modelos distintos de la realidad mental, encapsulada en nuestras neuronas. Por años, los zoólogos colombianos caminaron por trochas y caminos de mula cargando costales pesadísimos llenos de trampas Sherman si tenían recursos, o simples trampas ratoneras cuando no. Acompañaban su equipamiento con frascos y bolsas para recoger heces, algo más visibles que sus depositarios, o yeso para rellenar las huellas que el ojo avizor detectaba. Rara vez, muy rara vez, se veía un oso, un puma, un churuco en la copa de un árbol. Ver la fauna era casi imposible y el público, cada vez más urbano, comenzó a pensar en ella como un mito, la ciencia como un dato que ratificaba la extinción y la crisis de los ecosistemas.
Pero la óptica vendría nuevamente al rescate como en el siglo XVI, cuando Zacharias Janssen inventó el microscopio (la historia le disputa esto) y Anton Van Leewenhoeck enfrentara poco después, con lentes tallados por él mismo, el problema de la visibilidad de los seres minúsculos, casi al mismo tiempo en que Galileo hacía lo propio con los cuerpos celestes. Ambos iban guiados por la curiosidad y por preguntas acerca de las causas materiales que eventualmente subyacían a fenómenos mal comprendidos, atribuidas incluso a entidades fantásticas: ni las estrellas ni los microorganismos eran lo que son hoy en día. Así, aprovechando los desarrollos de la óptica, se amplió el rango de percepción del ojo humano a la dimensión de las micras y de los miles de kilómetros, lo que llevó a la mente humana desde la semiótica mítica a modelos racionales, no menos apasionantes, de la realidad. Pasarían tres siglos para que la humanidad inventara un dispositivo capaz de superar nuestra ceguera animal: la cámara trampa o fototrampeo.
En 1906 Georges Shiras III publicó en National Geographic sus fotografías de animales nocturnos tomadas con aparatosos sistemas de flash, más por curiosidad que por ciencia, aunque le interesó la conservación de la fauna. Pero fue Frank Chapman, incansable viajero y apasionado por las aves que lo trajeron a Colombia con frecuencia, quien usó la fotografía en la isla de Barrocolorado (Canal de Panamá) para diferenciar animales que no lograba identificar sólo por sus huellas en el lodo. Logró, en medio de la selva, acceder a un mundo que solo los indígenas habituados a la cacería reconocían como algo cotidiano: la fauna de la noche o aquella inaccesible a la vista en medio del mar verde.
Hoy en día, las cámaras trampa, junto con las capacidades computacionales contemporáneas que almacenan, comparan y analizan con sistemas de inteligencia artificial la información que capturan de manera automática al paso momentáneo de un animal, han revelado un universo que los científicos occidentales solo éramos capaces de leer en esa especie de Braille que representaban las señales de los animales en el monte. La riqueza del conocimiento producido es indescriptible, pero tal vez aún más la felicidad de volver a ver: en una especie cuyo cerebro privilegia la imagen como señal del mundo, el fotón capturado y transferido por un logaritmo a las redes sociales casi en tiempo real envía una señal esperanzadora y apasionante de la vida que antes transcurría no ante nuestros ojos sino entre sueños. Ver las dantas, los tigrillos, los paujiles, los zainos, los armadillos, los zorros, verlos ahora incluso en movimiento, grabar sus sonidos, ver lo profundo de sus miradas nos ayuda a recuperar la presencia de la fauna en la vida cotidiana, incluso en medio del cemento: la ciencia, una vez más, nos ayuda volver a ver. Literalmente.
Brigitte Baptiste es la Directora General del Instituto de Investigación de Recursos Biológicos Alexander von Humboldt. Actualmente es miembro del Panel Multidisciplinario de Expertos de la Plataforma Intergubernamental Científico-Política sobre Biodiversidad y Servicios de los Ecosistemas (MEP/IPBES) en representación de América Latina. Ganadora del Premio Príncipe Claus 2017 por su trabajo en ciencia, ecología y activismo de género. Fotografía de Simon Ruf. Las opiniones de los colaboradores no representan una postura institucional de Colciencias. Con este espacio, Todo es Ciencia busca crear un diálogo para construir un mejor país.
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